Sucedió esta historia en la corte del muy noble Arnolfini, poderoso príncipe de quien se murmuraba que mantenía oscuros tratos con nefandos espíritus. Los rumores decían que éstos le habían proporcionado el dominio de todas las ciencias y saberes y el poder de transmutar el plomo en metales nobles. Lo cierto es que en sus dominios el oro brotaba como el agua; no es de extrañar, pues, que su corte fuera meta obligada de los más grandes eruditos y las espadas más hábiles de toda Europa.

Si bien era grande, su reputación aumentó aún más cuando dio a la imprenta las obras largo tiempo perdidas de Atenágoras y su ejército venció ferro ignique a las tropas del cardenal Ferrara. Arnolfini, exultante, decidió celebrar tales nuevas organizando un baile de máscaras con numerosos invitados. Entre ellos se encontraba Gherardo della Fullardesca, un caballero toscano que había puesto su espada al servicio del príncipe.

Gherardo, además de valiente soldado, componía más que aceptables sonetos y tenía fama de seductor de monjas; en el baile esperaba encontrarse con la bella Fabrizia Rinaldi, dama a la que llevaba galanteando unos meses y de la que esperaba obtener sus favores. Entre tanto enmascarado no era fácil descubrir donde se hallaba Fabrizia, pero para un joven ingenioso como Gherardo no había muralla imposible de trepar al asalto ni doncella inmutable a sus requiebros.

Inútil, por tanto, la vista para sus propósitos, decidió Gherardo emplear el oído: la joven convalecía todavía de unas fiebres que le habían dejado como recuerdo unas toses características, que ella procuraba elegantemente disimular. Durante toda la fiesta, en cada cambio de pareja, procuraba escuchar a la dama que tenía ante él. Por fin, escuchó la señal que buscaba, y no pudo reprimir una sonrisa al ver que era de la dama que le tocaba en suertes para el próximo baile. La sonrisa, sin embargo, se le congeló al instante: una figura corpulenta, embozada de negro, se le había adelantado y se movía al compás de la música con una alegre Fabrizia.
Gherardo, amostazado, procuró disimular su enfado hasta el final del baile. En ese momento, se dirigió al embozado usurpador para exigir satisfacción, de grado o por fuerza:
–¿Podéis explicarme, insolente majadero, con qué derecho habéis bailado con la pareja que me tocó en suertes para el último baile?
—No deseo discutir con vos, noble caballero —respondió amablemente el embozado—. Yo tengo siempre razón, y con toda justicia la bella Fabrizia debía hacer su último baile conmigo.
—Escuchadme, presuntuoso petimetre —y, a pesar de sus esfuerzos, la voz de Gherardo comenzaba a temblar de ira—, no he vencido al acero español, esquivado las sarracenas flechas y burlado las lágrimas de una mujer para que un desconocido como vos se burle en mis barbas. Os reto a duelo, decidme vuestro nombre para tener la satisfacción de saber a quien traspaso con mi hoja, la hoja de Gherardo della Fullardesca.
—Mi nombre es Muerte —y el embozado, con un siseo, retiró la máscara y la capucha, y unos carbones encendidos en un rostro descarnado observaron al toscano.
El caballero Gherardo, por primera vez aterrorizado, salió corriendo hacia las caballerizas, tomó el más veloz corcel y partió, sin despedirse de su interlocutor, en dirección a Piacenza, ciudad en sumo grado distante.
Esa misma noche, en sus aposentos privados, el noble príncipe Arnolfini conversaba con la Muerte:

—¿A qué ha venido, viejo amigo, ese terrible siseo que ha llenado de terror el corazón del buen Gherardo?
—No era de terror, Arnolfini, sino de sorpresa. Me ha sorprendido verlo aquí esta noche, ya que tengo una cita con él mañana en Piacenza.