Escena para vetusto papel carbón:
Anciano inmenso, de calva que casi toca el techo. En sus arrugas grises se acumula el polvo del trabajo de años. Ropa gris. Delantal gris. En medio de su taller, más esculpido que existente, inclinado sobre su –nadie podría asegurarlo- creación.
Duende muy erecto de ropas orgullosas. Se diría que en algún lugar sonríe si no fuera porque es difícil enfocar su rostro: observarlo es perderse en pliegues desenfocados que mudan y reptan continuamente. Uno de esos rostros de alguien que sale movido en la fotografía que tanto te aterrorizaban.
El anciano, con media sonrisa de temor curioso, inclina su espalda, larga como un sofá abandonado, hacia el duende, que le llega a las rodillas. Se miran.
Quizá el anciano artesano no sepa si sentir terror.
Lo que es seguro es que en ese rostro movedizo existe una boca dentada.
Existen otros duendes, correteando por los rincones y estanterías del taller, pero girarse a mirarlos sería de repente no vislumbrar, creo, una diminuta sombra.
No son de la misma especie que este, ni ocupan el mismo status en la escala de cosas retorcidas que pare la noche como si siempre hubieran estado allí.
Además, no hay que dejar de mirar al duende. No separar la mirada del duende...
. . .
Fuera de la decrépita cabaña, la noche está caducada. Poco mundo en tanta negrura. Se oye el rasgar de un grillo subnormal que perdió la letra. Entre los arbustos grises tiembla una orquídea gris por ninguna brisa, mortecina.
Sería una noche para quedarse muy quieto...
. . .
¿Qué enjambre de diminutas manos rasga el rostro del anciano artesano?
Bajo la piel, la carne sigue siendo gris.
Contiene el alarido mientras le despedazan.