Barro. Eso era lo único en lo que era capaz de pensar en ese momento. No podía dormir tumbado en esa trinchera, el agotamiento no le invadía lo suficiente y ahora lo único que tenía en sus pensamientos era fango. En esos momentos era la tierra mojada y gris lo que odiaba y no al enemigo preparado para matarle que se encontraba apostado trescientos metros más allá. Esta noche todo había estado en calma hasta el momento y su turno de guardia ya había terminado pero a pesar del silencio, de la suave manta de humo que arropaba el campo de batalla y del tictac de su reloj de pulsera que siempre le ayudaba a conciliar el sueño, a pesar de todo eso, cerrar los ojos le suponía un esfuerzo inaguantable. La humedad le oprimía los músculos y las articulaciones y la sensación de frío que se desprendía de ella le provocaba dolor de cabeza y rabia.
Decidió levantarse. Ya que no podía dormir haría algo útil. Cogió su fúsil que descansaba apoyado en la pared excavada en la tierra y caminó agachado sujetándose el casco con una mano hasta el punto de guardia más próximo. Allí, dos compañeros fumaban un cigarrillo, hablaban y de vez en cuando miraban más atentamente a lo lejos. Las guardias siempre eran iguales, la única diferencia era que a veces había que interrumpir el coloquio y dar la voz de alarma si se veía o escuchaba algo fuera de lo normal. Incluso en la guerra el ser humano es capaz de alcanzar la normalidad. La conversación fue ligera. Después de tantos meses ya habían desaparecido las ganas de hablar de la vida, el significado de la guerra o cualquier otro tema de orden superior, y en la Compañía se conocían más o menos las vidas anteriores al conflicto de todos los demás y quiénes esperaban el regreso de cada uno, así que todo se limitaba a comentar la jornada, la actividad del enemigo, el sabor de los cigarrillos y luego recordar lo relajada que era la vida antes de correr el peligro de perderla en un campo sin nombre a miles de kilómetros de distancia de casa.
Después de un tiempo de charla, le dio un par de caladas a un cigarro encendido ofrecido con amabilidad y se despidió deseándose a si mismo y a los demás un buen sueño cuando a cada uno le tocara y pudiera disfrutar de él. Caminó de nuevo hacia su lugar de descanso para intentar dormir, dejó su fusil apoyado, se recostó en la pared de la trinchera y cruzó los brazos. Esta vez no forzó los ojos, los mantuvo entreabiertos y fueron ellos los que poco a poco y de una vez por todas se fueron cerrando. Entonces se escuchó un silbido y luego un grito. En un abrir y cerrar de ojos, cuando miró a los lados las ametralladoras ya habían comenzado a escupir balas a toda velocidad. Echaban humo y su sonido seco y metálico era, como siempre, ensordecedor. No necesitaba saber nada más, seguramente sería otra de esas pequeñas embestidas del enemigo para no dejarlos descansar ni una noche y llevarlos al agotamiento así que rítmicamente se levantó, disparó, se agachó para cargar el fusil y se volvió a levantar para evitar con sus tiros que cualquiera pudiera avanzar más de lo debido si estaba tan loco como para intentarlo. Aquella secuencia se repitió durante seis minutos hasta que un silbido a ras de suelo lo atravesó. Se echó la mano al cuello. La sangre salía a borbotones y era imposible pararla. En esos pocos segundos antes de perder la consciencia no vio pasar su vida por delante de sus ojos, no recordó a su madre, su padre o su novia. Lo único en lo que pensó fue en el maldito barro húmedo y grisáceo en el que apoyaba la cara y que se teñía de rojo.
Instantes después, el sonido de las balas dejó de ser tan continuado y finalmente cesó. Más tarde los gritos de rabia de los soldados pasaron a un tono más bajo y sólo se escuchaban maldiciones e insultos aislados dirigidos lejos pero sólo audibles a corta distancia. No había heridos en la trinchera y la contienda había finalizado. Los dos soldados que habían estado de guardia, los que habían dado el aviso poco después de aquella charla agradecida de tener un interlocutor inesperado comentaron su muerte y se encargaron de evacuar su cuerpo de allí por órdenes del capitán.
A la mañana siguiente se ordenó la retirada. En algún lugar muy lejos de allí habían decidido acabar definitivamente con aquella locura. El motivo era lo de menos, igual que lo fue el que hizo comenzar aquel horror. Razones para iniciar una guerra nunca han sido difíciles de encontrar ni tampoco lo han sido para terminarla, hay que pretender alguna de las dos cosas para que se haga realidad, nada más. Él fue el último muerto en el campo de batalla, durante toda aquella noche en ningún otro frente falleció nadie más. Tuvo el terrible honor que ningún combatiente ha deseado jamás. Todo había terminado y la suya había sido, para algunos, la muerte con menos sentido de toda aquella guerra. La última muerte.
La última muerte
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Mi querida Ariadna:
Es el primer relato tuyo que me gusta de verdad. De hecho, y según mi subjetiva opinión, cada relato tuyo era un poco peor que el anterior. Éste, por fin, se convierte en mejor.
Tú, triste tigre;
Dolordebarriga
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Dolordebarriga
POR DESGRACIA YA SE ME PASÓ LA INDIGNACIÓN. DE UN TIEMPO A ESTA PARTE TODO ME VALE VERGA. MAL, TODO MAL.