Viejo y mendigo
Publicado: 12 Nov 2006 04:09
Los contrafuertes de una catedral gótica, con sus ocho siglos de antigüedad, crean, entre ellos, un espacio recoleto que en invierno resguarda del viento helado y en verano conserva la humedad y proporciona sombra. Un espacio como éste nos da, además, ciertas coordenadas: ninguna catedral gótica se construyó hace ocho siglos en el Nuevo Mundo y no hubo cabildo en todas las ciudades del Viejo.
A aquel lado de la elevada pared, que queda expuesto, los agentes atmosféricos hacen por lo general, del rincón que nos ocupa, un espacio inadecuado para vivir, que sin embargo, con frecuencia y a todo lo largo de la historia, ha sido habitado por gentes de índole diversa pero con la común condición de ser indigentes.
***
A este lado de la pared, como digo, vive un viejo de barba mugrienta. Los pelos que le rodean la boca amarillean como también los dientes y la punta de los dedos.
Algunos rezan a Dios y le piden cosas. Otros lo maldicen: irán al Infierno. Otros aún, pretenden hablar por él, y mientras, se sacan una tajada que les permite vivir con acomodo. —No lo veo poco digno, —se dice él— poco ortodoxo, quizá, pero ¿quién no se equivoca?—.
Él cree en Dios. ¡Por supuesto! ¿Cómo no? Lleva demasiado tiempo a la sombra de sus propios templos, buscando un rincón en donde deshacer su petate y calentarse los huesos al sol. En invierno, sobre todo, resulta agradabilísimo. Las catedrales góticas le entusiasman porque tiñen de colores sus despertares... y toda esa parafernalia sangrienta... ¡ay! Si no hubiera habido ya tanto dolor en su propia familia... entonces sí apreciaría el arte.
Antes entendía de liturgias y se sabía las oraciones, en latín, paro ya no escuchaba casi nunca misa... como si en el mundo hubiera cada vez menos pecadores o como si las culpas dejaran de pesar paulatinamente. Y él que se alegraba: —Se necesita que la gente que barre las calles, que te corta el pelo y conduce el autobús, que esa gente dirija los gobiernos. Cuando eso ocurra ¡harán poco más que bonito estos mastodontes!—.
Afuera, una señora, ciega de nacimiento, recuperaba la vista. Afuera vivía el mendigo.
***
[Algunos rezan a Dios y le piden cosas. Otros lo maldicen: irán al Infierno. Otro aún, pretenden hablar por él, y mientras, se sacan una tajada que les permite vivir con acomodo.] Otros aun emplean drogas. Él, el mendigo, emplea un vaso: tiene muy arraigados algunos mecanismos que aprendió en su tierna infancia, no sabemos si porque nunca fue educado o porque nunca sintió la necesidad de cambiar para adaptarse a un entorno social del que nunca formó ni quiso formar parte.
Uno de esos mecanismos es la caligrafía: escribe letras redondas, muy despacio, muy grandes. El otro es el del vaso. De niño lo utilizaba para escuchar la batería de ruidos que sonaban en casa cuando su padre cacharreaba con los cuadros de control de los coches y con los electrodomésticos rotos que encontraba en el desguace, para intentar construir tostadoras del tiempo. Hubiera preferido que su padre se emborrachara o se fuera de putas y que al volver rompiera las vajillas, y que dilapidara irresponsablemente un patrimonio que, finalmente, ni siquiera le dejó, pero no: el muy cabrón estaba loco. Inofensivamente loco. Loco como para cacharrear y pretender que se comunicaba con Alfa Centauri a través de sus ondas cerebrales, pero no tan loco como para recibir una maldita limosna de la teta del Estado.
Cuando creció utilizó el vaso para escuchar en el suelo el ruido del tren y predecir, así, con la misma exactitud que el telégrafo y el banderín, la hora a la que llegaría el tren... solo que un poco más tarde. El viejo nunca fue muy listo.
Si hubiera sido listo... ¡joder, si hubiera tenido luces! Habría empleado sus habilidades con la técnica vaso-pared para hacerse de oro. Se habría hecho broker y habría desbancado al gafitas de los ordenadores. ¿¡O no?! Poner un vaso en el suelo para escuchar lo que quería hacer ese misterioso potentado con su fortuna le habría abierto puertas. Habría reventado cajas fuertes.
Pero no, el pobre era tonto y como con su don lo único que hacía era predecir con cinco minutos de antelación y un minuto de error lo que tardaría el tren en llegar, Luis acabó de mendigo, y sólo utilizaba su vaso para escuchar a Dios —porque todo el mundo le habla pero casi nadie le escucha y el pobre está muy solo— se decía.
A veces tenía la impresión de que el tipo que puso en marcha todo, fuera pálido o moreno, no debía ser nadie muy distinto de sí mismo: un tío normalucho, un poco loco y envejecido por los patadones en los huevos de la vida, pero en suma contento, y con un don que le hacía especial.
No tenía muy claro que pensar en Dios como en una manifestación antropomórfica semejante a sí mismo no fuera pecado. Sólo necesitaba sentir un poco de empatía por la persona que escuchaba a diario a través del ingenio de plástico o de vidrio que no se hubiera roto en la última borrachera, y en fin se creía con derecho a intentar formarse opiniones distintas a las del resto de la gente, de un tío que le había hablado tanto y de manera tan íntima. —¡Es que hay que joderse!— casi le comprendía.— ¡uno tiene derecho a enfadarse cuando hay tanto maricón suelto que la gente se olvida de que para engendrar hay que acostarse con gente del sexo opuesto!—
Había otras cosas, sin embargo, que le quedaban a oscuras. Si la pasma se llevara a su hijo... ¡menudo pollo montaría! ¿Qué coño es eso de redimirse y de redimir a los demás con el sacrificio? ¡Que cada palo aguantase su vela! ¿O a lo mejor era que el hijoputa rencoroso todavía se la estaba guardando...? ¡Dos mil años más tarde!
En fin. A Luis le gustaba escuchar a Dios. Eran amigos.
A aquel lado de la elevada pared, que queda expuesto, los agentes atmosféricos hacen por lo general, del rincón que nos ocupa, un espacio inadecuado para vivir, que sin embargo, con frecuencia y a todo lo largo de la historia, ha sido habitado por gentes de índole diversa pero con la común condición de ser indigentes.
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A este lado de la pared, como digo, vive un viejo de barba mugrienta. Los pelos que le rodean la boca amarillean como también los dientes y la punta de los dedos.
Algunos rezan a Dios y le piden cosas. Otros lo maldicen: irán al Infierno. Otros aún, pretenden hablar por él, y mientras, se sacan una tajada que les permite vivir con acomodo. —No lo veo poco digno, —se dice él— poco ortodoxo, quizá, pero ¿quién no se equivoca?—.
Él cree en Dios. ¡Por supuesto! ¿Cómo no? Lleva demasiado tiempo a la sombra de sus propios templos, buscando un rincón en donde deshacer su petate y calentarse los huesos al sol. En invierno, sobre todo, resulta agradabilísimo. Las catedrales góticas le entusiasman porque tiñen de colores sus despertares... y toda esa parafernalia sangrienta... ¡ay! Si no hubiera habido ya tanto dolor en su propia familia... entonces sí apreciaría el arte.
Antes entendía de liturgias y se sabía las oraciones, en latín, paro ya no escuchaba casi nunca misa... como si en el mundo hubiera cada vez menos pecadores o como si las culpas dejaran de pesar paulatinamente. Y él que se alegraba: —Se necesita que la gente que barre las calles, que te corta el pelo y conduce el autobús, que esa gente dirija los gobiernos. Cuando eso ocurra ¡harán poco más que bonito estos mastodontes!—.
Afuera, una señora, ciega de nacimiento, recuperaba la vista. Afuera vivía el mendigo.
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[Algunos rezan a Dios y le piden cosas. Otros lo maldicen: irán al Infierno. Otro aún, pretenden hablar por él, y mientras, se sacan una tajada que les permite vivir con acomodo.] Otros aun emplean drogas. Él, el mendigo, emplea un vaso: tiene muy arraigados algunos mecanismos que aprendió en su tierna infancia, no sabemos si porque nunca fue educado o porque nunca sintió la necesidad de cambiar para adaptarse a un entorno social del que nunca formó ni quiso formar parte.
Uno de esos mecanismos es la caligrafía: escribe letras redondas, muy despacio, muy grandes. El otro es el del vaso. De niño lo utilizaba para escuchar la batería de ruidos que sonaban en casa cuando su padre cacharreaba con los cuadros de control de los coches y con los electrodomésticos rotos que encontraba en el desguace, para intentar construir tostadoras del tiempo. Hubiera preferido que su padre se emborrachara o se fuera de putas y que al volver rompiera las vajillas, y que dilapidara irresponsablemente un patrimonio que, finalmente, ni siquiera le dejó, pero no: el muy cabrón estaba loco. Inofensivamente loco. Loco como para cacharrear y pretender que se comunicaba con Alfa Centauri a través de sus ondas cerebrales, pero no tan loco como para recibir una maldita limosna de la teta del Estado.
Cuando creció utilizó el vaso para escuchar en el suelo el ruido del tren y predecir, así, con la misma exactitud que el telégrafo y el banderín, la hora a la que llegaría el tren... solo que un poco más tarde. El viejo nunca fue muy listo.
Si hubiera sido listo... ¡joder, si hubiera tenido luces! Habría empleado sus habilidades con la técnica vaso-pared para hacerse de oro. Se habría hecho broker y habría desbancado al gafitas de los ordenadores. ¿¡O no?! Poner un vaso en el suelo para escuchar lo que quería hacer ese misterioso potentado con su fortuna le habría abierto puertas. Habría reventado cajas fuertes.
Pero no, el pobre era tonto y como con su don lo único que hacía era predecir con cinco minutos de antelación y un minuto de error lo que tardaría el tren en llegar, Luis acabó de mendigo, y sólo utilizaba su vaso para escuchar a Dios —porque todo el mundo le habla pero casi nadie le escucha y el pobre está muy solo— se decía.
A veces tenía la impresión de que el tipo que puso en marcha todo, fuera pálido o moreno, no debía ser nadie muy distinto de sí mismo: un tío normalucho, un poco loco y envejecido por los patadones en los huevos de la vida, pero en suma contento, y con un don que le hacía especial.
No tenía muy claro que pensar en Dios como en una manifestación antropomórfica semejante a sí mismo no fuera pecado. Sólo necesitaba sentir un poco de empatía por la persona que escuchaba a diario a través del ingenio de plástico o de vidrio que no se hubiera roto en la última borrachera, y en fin se creía con derecho a intentar formarse opiniones distintas a las del resto de la gente, de un tío que le había hablado tanto y de manera tan íntima. —¡Es que hay que joderse!— casi le comprendía.— ¡uno tiene derecho a enfadarse cuando hay tanto maricón suelto que la gente se olvida de que para engendrar hay que acostarse con gente del sexo opuesto!—
Había otras cosas, sin embargo, que le quedaban a oscuras. Si la pasma se llevara a su hijo... ¡menudo pollo montaría! ¿Qué coño es eso de redimirse y de redimir a los demás con el sacrificio? ¡Que cada palo aguantase su vela! ¿O a lo mejor era que el hijoputa rencoroso todavía se la estaba guardando...? ¡Dos mil años más tarde!
En fin. A Luis le gustaba escuchar a Dios. Eran amigos.