Un verano
Publicado: 06 Nov 2003 13:25
Recuerdo con tanta claridad el verano que cumplí siete años, que me parece que no puede ser del todo cierto, y que mi imaginación me hace rellenar los huecos que ha dejado el olvido.
Fue el verano del ataque de las avispas.
Para una patrulla de niños que se pasa el año entero en la ciudad, el campo estaba repleto de monstruos y bichos repugnantes a los que se debía temer.
En primer lugar estaban los monstruos menores, a los que nosotros temíamos con reverencia, que poblaban nuestras pesadillas nocturnas y que con su parición nos hacían la vida un poco menos tediosa en una aldea en donde nunca pasaba nada. Eran las avispas, las arañas, los zancudos, los sapos y las tijeretas, a las cuales la tradición popular atribuía la condición de ser expertas en deslizarse dentro de tu oreja mientras dormías echado en el prado y romperte un tímpano.
Luego estaban los monstruos mayores, aquellos a los que hasta los mayores temían: las ratas, las serpientes, sobre todo a las víboras, pequeñas y oscuras y de cabeza triangular, y los lobos, que ya eran muy escasos cuando yo era pequeña y ahora han desaparecido por completo.
Para mí y para mis primos los animales lo eran casi todo en la aldea. Eran sustento y diversión. Casi todos nuestros juegos tenían que ver con ellos, indirecta o directamente. Nos pasábamos tardes enteras jugando, por ejemplo, a las carreras de saltamontes. Cogíamos un bote transparente e íbamos a un prado de mi abuela, donde la hierba estaba corta y seca, de color amarillento y marrón. A cada paso que dabas, saltaban lejos de ti una decena de saltamontes tostados, confundidos plenamente en aquel suelo. El juego consistía en llenar tu bote con la máxima cantidad posible de saltamontes en cinco minutos. Íbamos como locos por el prado, intentando atraparlos en el suelo o en sus locos saltos aterrados. Luego los contábamos a medida que los íbamos soltando de nuevo, para futuros juegos. A veces lastimábamos a alguno de ellos, y se quedaba con las patas de atrás levantadas, sin poder bajarlas, como un violín tronchado, como un juguete roto.
Yo era la que más sufría con aquello. Siempre era la niña que gritaba porque pisaban una hormiga, la que lloraba si los primos mayores querían darle al perro aquel pequeño gorrión que se cayó del nido, rechoncho y desplumado, con los ojos todavía cerrados y el pico enorme y amarillo.
Fue la primera vez que vi un murciélago. Una enfermedad los atacó y había docenas de ellos, muy pequeños, muertos por el suelo. Me daban asco sus alas gelatinosas, pero también una extraña pena sus cuerpecitos peludos y su cara rara, sus garras pequeñas y curvadas.
Había también una cabra, atada a un manzano, a la que no me dejaban acercarme, porque podía tirarme al suelo. Pero yo siempre que podía me acercaba y le daba peras, que comía con los ojos desorbitados, escurriéndole el jugo hasta su ridícula barbita, con el cuerpo muy tieso.
Supongo que fue un descuido perdonable, en una casa en la que por lo menos aquel día nos reunimos unos quince chiquillos y cuarenta adultos. Todos hablaban fuerte y reían, yo andaba escondida, avergonzada, porque si bien desde que había llegado a aquella casa siempre había mucha gente, los que ahora veía eran casi todos desconocidos, que me cogían me pellizcaban los mofletes, me preguntaban si me acordaba de ellos, me decían que había crecido mucho.
Decidí meterme en la cuadra. La cuadra era un sitio completamente prohibido. Había dos cerdos enormes, un ternero precioso de pestañas larguísimas, la cosa más suave que había tocado en mi vida era el morro de aquel ternero. También estaban la burra y dos docenas de ovejas. Mi padre me había llevado allí en varias ocasiones, me había dejado tocar los animales, y me había echo prometer que nunca iba a entrar sola allí. Yo se lo había prometido. Y nunca había entrado sola. Pero ahora yo me quería librar del acoso y decidí que si me metía ahí, y me quedaba sentada en la paja, no pasaría nada.
Abrí poco a poco la puerta. Y en el otro lado de la cuadra vi a la cabra, atada a una columna. Me metí despacio y me senté en el rincón más oscuro, aguantando las ganas de vomitar, porque allí olía siempre muy mal.
Entraron dos tíos míos y un primo mayor. Yo me quedé paralizada, pero no me vieron. Mi primo llevaba un cuchillo grande, enorme en mi imaginación. El cuchillo brillaba, la cabra chillaba como si supiera. Le cortaron el cuello, la sangre manaba hacia un cubo verde, puesto en el suelo y salpicaba la columna. El resto de animales mantenían un silencio sepulcral.
Y en el rincón yo, aterrorizada, paralizada de miedo, sin entender lo obvio. Cuando le ataron las patas para colgarla, ya no pude ver más. Y salí corriendo, mientras mis tíos me llamaban.
No quise comer aquel día. Tenía el estómago revuelto. Me fui fuera, me senté en el columpio, y oí como se burlaban de mis escrúpulos. Los odié a todos y a cada uno con rabia.
Por la noche hubo un gran revuelo. Habían descubierto un avispero dentro de la casa, un avispero enorme. Los mayores fueron a buscar un soplete, querían quemarlo. Aprovechando que todos estaban revolucionados, salí fuera de la casa. Lo demás lo sé porque me lo contaron después.
Todos estaban en la habitación del avispero, mirándolo. Un primo pequeño cogió una piedra y sin que nadie pudiera evitarlo a tiempo, se la lanzó al avispero. Cayó. Una nube de avispas enfurecidas salió y se dispersó por la casa, picando a muerte. Los mayores entraron corriendo para matarlas.
Unas horas después, lo tenían controlado. Pero nadie se libró de un pinchazo al menos.
Excepto yo.
Aquel verano no sólo empecé a creer en la crueldad humana, sino también en la justicia universal.
Lenina.
Fue el verano del ataque de las avispas.
Para una patrulla de niños que se pasa el año entero en la ciudad, el campo estaba repleto de monstruos y bichos repugnantes a los que se debía temer.
En primer lugar estaban los monstruos menores, a los que nosotros temíamos con reverencia, que poblaban nuestras pesadillas nocturnas y que con su parición nos hacían la vida un poco menos tediosa en una aldea en donde nunca pasaba nada. Eran las avispas, las arañas, los zancudos, los sapos y las tijeretas, a las cuales la tradición popular atribuía la condición de ser expertas en deslizarse dentro de tu oreja mientras dormías echado en el prado y romperte un tímpano.
Luego estaban los monstruos mayores, aquellos a los que hasta los mayores temían: las ratas, las serpientes, sobre todo a las víboras, pequeñas y oscuras y de cabeza triangular, y los lobos, que ya eran muy escasos cuando yo era pequeña y ahora han desaparecido por completo.
Para mí y para mis primos los animales lo eran casi todo en la aldea. Eran sustento y diversión. Casi todos nuestros juegos tenían que ver con ellos, indirecta o directamente. Nos pasábamos tardes enteras jugando, por ejemplo, a las carreras de saltamontes. Cogíamos un bote transparente e íbamos a un prado de mi abuela, donde la hierba estaba corta y seca, de color amarillento y marrón. A cada paso que dabas, saltaban lejos de ti una decena de saltamontes tostados, confundidos plenamente en aquel suelo. El juego consistía en llenar tu bote con la máxima cantidad posible de saltamontes en cinco minutos. Íbamos como locos por el prado, intentando atraparlos en el suelo o en sus locos saltos aterrados. Luego los contábamos a medida que los íbamos soltando de nuevo, para futuros juegos. A veces lastimábamos a alguno de ellos, y se quedaba con las patas de atrás levantadas, sin poder bajarlas, como un violín tronchado, como un juguete roto.
Yo era la que más sufría con aquello. Siempre era la niña que gritaba porque pisaban una hormiga, la que lloraba si los primos mayores querían darle al perro aquel pequeño gorrión que se cayó del nido, rechoncho y desplumado, con los ojos todavía cerrados y el pico enorme y amarillo.
Fue la primera vez que vi un murciélago. Una enfermedad los atacó y había docenas de ellos, muy pequeños, muertos por el suelo. Me daban asco sus alas gelatinosas, pero también una extraña pena sus cuerpecitos peludos y su cara rara, sus garras pequeñas y curvadas.
Había también una cabra, atada a un manzano, a la que no me dejaban acercarme, porque podía tirarme al suelo. Pero yo siempre que podía me acercaba y le daba peras, que comía con los ojos desorbitados, escurriéndole el jugo hasta su ridícula barbita, con el cuerpo muy tieso.
Supongo que fue un descuido perdonable, en una casa en la que por lo menos aquel día nos reunimos unos quince chiquillos y cuarenta adultos. Todos hablaban fuerte y reían, yo andaba escondida, avergonzada, porque si bien desde que había llegado a aquella casa siempre había mucha gente, los que ahora veía eran casi todos desconocidos, que me cogían me pellizcaban los mofletes, me preguntaban si me acordaba de ellos, me decían que había crecido mucho.
Decidí meterme en la cuadra. La cuadra era un sitio completamente prohibido. Había dos cerdos enormes, un ternero precioso de pestañas larguísimas, la cosa más suave que había tocado en mi vida era el morro de aquel ternero. También estaban la burra y dos docenas de ovejas. Mi padre me había llevado allí en varias ocasiones, me había dejado tocar los animales, y me había echo prometer que nunca iba a entrar sola allí. Yo se lo había prometido. Y nunca había entrado sola. Pero ahora yo me quería librar del acoso y decidí que si me metía ahí, y me quedaba sentada en la paja, no pasaría nada.
Abrí poco a poco la puerta. Y en el otro lado de la cuadra vi a la cabra, atada a una columna. Me metí despacio y me senté en el rincón más oscuro, aguantando las ganas de vomitar, porque allí olía siempre muy mal.
Entraron dos tíos míos y un primo mayor. Yo me quedé paralizada, pero no me vieron. Mi primo llevaba un cuchillo grande, enorme en mi imaginación. El cuchillo brillaba, la cabra chillaba como si supiera. Le cortaron el cuello, la sangre manaba hacia un cubo verde, puesto en el suelo y salpicaba la columna. El resto de animales mantenían un silencio sepulcral.
Y en el rincón yo, aterrorizada, paralizada de miedo, sin entender lo obvio. Cuando le ataron las patas para colgarla, ya no pude ver más. Y salí corriendo, mientras mis tíos me llamaban.
No quise comer aquel día. Tenía el estómago revuelto. Me fui fuera, me senté en el columpio, y oí como se burlaban de mis escrúpulos. Los odié a todos y a cada uno con rabia.
Por la noche hubo un gran revuelo. Habían descubierto un avispero dentro de la casa, un avispero enorme. Los mayores fueron a buscar un soplete, querían quemarlo. Aprovechando que todos estaban revolucionados, salí fuera de la casa. Lo demás lo sé porque me lo contaron después.
Todos estaban en la habitación del avispero, mirándolo. Un primo pequeño cogió una piedra y sin que nadie pudiera evitarlo a tiempo, se la lanzó al avispero. Cayó. Una nube de avispas enfurecidas salió y se dispersó por la casa, picando a muerte. Los mayores entraron corriendo para matarlas.
Unas horas después, lo tenían controlado. Pero nadie se libró de un pinchazo al menos.
Excepto yo.
Aquel verano no sólo empecé a creer en la crueldad humana, sino también en la justicia universal.
Lenina.