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miserias varias

Publicado: 21 Mar 2006 17:11
por eddu
OJOS DE LOCA

Cuando conocí a solazul, entraba en un chat de un juego de internet, huyendo de mi soledad. Quizás fue esa soledad la que me llevó a refugiarme en aquellas conversaciones olvidando mis problemas y frustraciones de la vida real. Poco a poco aquello me fue absorbiendo, sin darme cuenta. Del chat aquél pase a instalar una cosa llamada msn, donde pronto la añadí como contacto. Nuestras conversaciones eran amenas y se fueron haciendo cada vez más íntimas. Pareciera que existiera un gran clima de confianza y complicidad entre nosotros, mientras aumentaba el tiempo que dedicábamos a estar juntos ahí.

Entre la gente que se reunía en aquel chat decidieron hacer una quedada, que es una reunión de todos los que jugábamos. Solazul era una de las que irían y sentí una gran ilusión por ir a verla. Ella me habló de quedar unas horas antes en un café de Sevilla para poder estar juntos sin que “la gente hablara”. Lo entendí, porque habíamos tenido mucha confianza y podría malinterpretarse entre el resto, con cuchicheos y rumores y mentiras, que solazul odiaba.

Y a las cuatro de la tarde fui a la cafetería que ella me indicó. Cuando la vi, entendí la gran mentira que había construido en torno a todo ello, en torno a ella. Era una mujer mayor muy mayor, entrada ya en la cincuentena, no la joven que decía por el messenger que era. Tenía una mirada triste y vacía y solo con ver sus ojos comprendí que era absurdo todo aquello, que era absurdo estar allí, que era demencial incluso haberme desplazado cientos de kilómetros para estar con aquella mujer que cara a cara no me hacía sentir nada, se la notaba apagada, sin vida, como un zombie, amargada.

Primero recuerdo que sonrió mostrando su ajada dentadura mientras se excusaba con que su juventud era de espíritu, para acto seguido empezar a soltar su ponzoña de amargura (toda la que llevaba dentro) sobre otros asistentes, personajes tan tristes en realidad y solitarios como ella, como yo, supongo, aunque yo me daba cuenta de todo eso, de alguna manera podía redimirme de aquel engaño. Luego me dijo que si tenía un lugar para dormir. Yo había estado escuchándola, tratando de parecer atento, disimulando cualquier mueca de decepción. Fue entonces cuando me dijo: “si quieres puedes dormir conmigo” seguido de un guiño de un ojo. Imaginé lo que sería besar esos labios o acariciar esas tetas caidas, en un cuerpo lleno de grasa, tocar ese culo tan gordo; y entonces pensé que debía acabar con todo aquello. Me follaría a la freak, porque era mi castigo, yo mismo me había buscado eso y ahora debía pagarlo; y cuando lo hubiera hecho me olvidaría de todo esto.

Cuando llegamos a su habitación fue todo rutinario, como estar con una prostituta vieja. Se fue al servicio de donde vino con una especie de body rosa, se tumbó en la cama, yo me desnudé, cerré los ojos y me tumbé junto a ella. Con la luz apagada empecé a penetrarla y mientras ella jadeaba empezó a decirme algo que al principio no entendía, luego pude captarlo: “Dime que me quieres” “dime que me quieres” me exigía, no pude hacerlo, sentí un vacio tremendo. Me levanté de allí, me vestí mientras ella gritaba que jamás se lo contase a nadie, que tenía muy mala leche y que no debía decirlo a los demás que se había acostado conmigo y que además no me creerían, y me fui.

Publicado: 21 Mar 2006 17:13
por eddu
EN EL CAFÉ DE LA CALLE OCHO

Fue en los primeros días. Carlos empezaba a trabajar en los astilleros de Miami, gracias a la Fundación Cubano-Norteamericana. Había abandonado Cuba, dejando a su familia atrás; y empezaba a aclimatarse a su nueva vida en Florida. De aquel tiempo Carlos tiene como un difuso recuerdo sus nervios al comenzar en su puesto de laminador y su preocupación por hacerlo bien y conservar ese empleo, demostrar que era útil y merecía el dinero que le dieran. Junto a él había un hombre regordete entrado en la cincuentena, harto parlanchín y chismoso, que había adoptado el papel de padrino de Carlos en aquellas circunstancias. Aquel hombre, llamado Pitote, o así era como se presentaba, trataba de llamar la atención de Carlos sobre un joven de su edad que lloraba desconsoladamente a unos metros de ellos.

-Mírale al desgrasiao –decía sin atisbo de compasión el tal Pitote- todavía sigue con la depresión, no más.

-Y eso –se atrevió a preguntar Carlos, por decir algo, con cierta timidez y sin levantar demasiado sus ojos de la maquinaria-.

-Su mujer le dejó -contestó socarronamente Pitote, esperando ansioso que Carlos preguntara la razón, para soltar toda la historia-.

Pero Carlos no preguntó, no se sentía demasiado seguro en aquella nueva situación como para meterse en los asuntos de nadie. Eso no desanimó a Pitote, que al cabo de unos instantes continuó con su chisme.

-Su mujer se llama Estrella. Es muy bella, morena de ojos rasgados y piel blanca, no parece cubana. Se la trajo con él y con dos niños pequeños. A los pocos días ella encontró trabajo en el café de la calle ocho. Al principio la habían encontrado labor en un hipermercado, pero al resto de cajeras las molestaba la belleza de Estrella e hicieron que la despidieran; sin embargo en los cafés, las mujeres bellas son bienvenidas como camareras. Aquello atraía clientes, viejos que mataban las horas jugando al dominó y gustaban de mirarla y decirla cosas lindas. Un día, uno de esos viejos: Octavio Mería, la espetó que una mujer tan guapa como ella no era justo que trabajara en eso. La seguridad en la mirada del viejo, inquietó a Estrella, que acostumbrada a los requiebros más o menos ocurrentes de aquella caterva de cubanos ingeniosos por la ociosidad, no les prestaba demasiada atención; pero aquella vez se sintió intrigada; y al terminar su jornada no la costó nada acercarse a don Octavio que la pidió a través de uno de sus empleados hablar con ella.

Don Octavio fue claro, era un descendiente de gallegos que había amasado una gran fortuna en Miami al que no gustaba andarse con rodeos, pues pensaba que esos eran para tratar con gente que estaba por encima de uno. Miraba a la cara con ojos impetuosos, a pesar de sus años, y hablaba pausado:

-Estrella te llamas ¿no es así?

-Sí, don Octavio –contestó presurosa la mujer-.

-Veo que conoces mi nombre.
-Aquí todo el mundo le conoce... –acertó a decir Estrella con esa ambigüedad que a veces tienen las mujeres al hablar y que deja a su interlocutor sin saber si lo que dicen, lo hacen en tono de reproche, de ironía o de halago-.

El viejo la miraba fijamente como quien contempla un trofeo. Aquello ponía nerviosa a la chica, que quiso zanjarlo preguntándole qué quería de ella.

-Puedes pasarte la vida aquí, Estrella, sirviendo a viejos y fregando platos hasta que envejezcas o puedes vivir como una princesa. ¿Conoces la torre Sullivan a cuatro cuadras de aquí? Es un edificio de veinticinco plantas todas con apartamentos de lujo, la mitad es mía. Te ofrezco un apartamento allí y una vida regalada, con todos los caprichos que quieras.

-A cambio de qué –contestó Estrella-.

-De que olvides esta vida perra que llevas y te vengas conmigo. ¿No viniste acá a empezar de cero? Pues borra tu pasado y vive como una reina.

En aquel momento lo único que atinó a decir Estrella fue un amargo “para qué”. Lo dijo mientras pensaba en lo que la esperaba al salir de aquel local, tomar un interurbano hasta su habitación en los suburbios a veinte millas de allí, recoger a los niños de casa de una vecina que a cambio de la mitad del sueldo de Estrella les cuidaba por la tarde, darles de cenar, bañarlos, acostarles, y atender a su marido que tenía turno de noche, antes de que se fuera. Manuel trabajaba todo lo que podía, de día cuidando un parking privado en Miami Dade y por las noches en los astilleros, porque quería dar lo mejor para su familia, pero apenas les llegaba, a pesar de que casi nunca podía estar con ellos. Estrella se veía condenada a esa rutina durante años, hasta que ya no tuviera ganas de vivir y como Maribel, su vecina, cuidase los niños de otras desgraciadas a 75 dólares la semana. Recordó a su abuela, que cuando Estrella era chica, la decía: “una niña tan guapa como tú se tiene que casar con un rico, no cometas el error que tuvo tu madre de acabar con un donnadie”.

-¿Vienes entonces? –la inquirió Don Octavio-.

-Sí -contestó Estrella-.

Y salió cogida de la mano de aquel viejo, mientras sonreía alguna obscenidad que el Puerco Mería (llamado así por su color rosáceo y su gran papada, que junto a una inmensa nariz chata le daban aspecto de aquel animal) la decía al oído.

Manuel no volvió a ver a Estrella. Ella no pisó más los apartamentos sociales de la avenida Lexington donde vivían, abandonándolo a él y a los niños; pero supo que vivía con un capo de la mafia cubana en un lujoso departamento de Little Habana, en una de esas torres gigantescas con piscina en la azotea y vistas a la playa. Al principio fue presa de la incredulidad, que se fue convirtiendo poco a poco en desasosiego, después pensó que todo aquello era un mal sueño y Estrella volvería. Tras eso, empezó a reprocharse la fuga de su esposa, culpándose de no haberla prestado más atención y no haber sido más tierno con ella; y al final un dolor sordo le comía el alma y pese a que cumplía con sus obligaciones como un autómata, solo tenía ganas de enroscarse en una esquina y llorar ríos de lágrimas.



-Todo el día se lo pasa lacrimeando como una niña, porque la parienta se le fue con un viejo mafioso de la calle ocho, wey. –decía Pitote animado como sólo se animan esas almas mezquinas por la desgracia de los demás-.

Pitote se acercó al desconsolado y le dijo: “Ya vale Manuel, tu mujer no va a volver, acéptalo y sigue con tu vida, hay más mujeres que chinas en la playa, no merece la pena hermano. Deja ya de llorar”.

El dolor de Manuel era algo que molestaba notablemente a Carlos, que tenía claro que los pobres como ellos no tenían derecho a sufrir de amores, al menos no de 12 a 7 en la nave 4 de la factoría McKinley, solo eran supervivientes y había otras prioridades de las que preocuparse. Él tuvo que dejar atrás a mucha gente querida, así era la vida de un refugiado cubano. La mujer de aquel tipo decidió cambiar de vida, irse con un rico y ya está, de qué tanto drama, había cosas peores en la vida y había que seguir. Todo aquello le parecía tragicómico, obsceno incluso, así que le dijo al desconsolado: “No se preocupe usted, que encontrará otra mujer. Si sigue así además de perder una mujer, va a perder un buen empleo, hágame caso y olvídelo”.

Pero Manuel no podía olvidarlo. Pensó en matarse, en matar a aquel viejo... en hacer una locura, pero los niños le frenaron, ahora solo le tenían a él.

Al cabo de unas semanas, Carlos se enteró que unos hombres del Puerco Mería habían ido a la habitación alquilada de Manuel para que firmase los papeles del divorcio entregando la custodia de sus hijos. Le dijeron que tendrían una vida mejor con Estrella y podrían estudiar en la Universidad; y que si se negaba le joderían la vida y los niños irían a parar igual con ella. Le dijeron que firmase y don Octavio le recompensaría con dos mil dólares y tendría en cuenta su buena disposición para sacarle de un apuro algún día. Así era la vida en Miami, poco que ver con los ideales de la Revolusión. Manuel firmó.

Nunca se volvió a casar.

Ya no lloraba, se había vuelto taciturno, al salir del trabajo bebía ron en su casa y soñaba con volver a Cuba cuando el viejo barbón la cascara y hacerse con una casita cerca del mar en el pueblo de sus padres.

Carlos se ha casado cuatro veces desde entonces, nunca con una cubana. Conoció a una mujer colombiana en un chat, que trajo a Miami, pero no salió bien, porque ella se empeñaba en traer a toda su familia. Estuvo con una mujer mayor que él, que se había pasado la vida cuidando a su madre, pero en la cama no se satisfacía con ella como quería, después con una dominicana que servía en una mansión de Palm Beach que conoció en un bar, una mulatona algo gordita, que le terminó aburriendo, pues la encontraba muy vulgar; y por último con una gringa que vende casas y con la que a día de hoy apenas se habla.

De Manuel y de Pitote dejó de saber al cabo de diez meses en los que cambió de trabajo; aunque en una ocasión en un restaurant español muy lujoso al que acudió años después, se encontró con una tal Estrella comiendo marisco junto a un hombre grotesco al que presentaron como don Octavio y con el que quedó para hablar de una inversión que tenía pensada hacer en un hotel de la playa, ya cuando él había prosperado. Entonces recordó a Manuel y pensó en sus lágrimas mientras se decía a sí mismo: “Para qué”.

Publicado: 21 Mar 2006 17:14
por eddu
EUGENIO Y CONCHITA

Eugenio era un hombre enamorado de su mujer. Contra lo que hacían tantos hombres de su generación, imbuidos de un espíritu machista y desconsiderado hacia las féminas, él se desvivía por ella. Jamás la engañó con ninguna otra mujer ni actuó de una manera prepotente con ella. La respetaba profundamente y siempre cumplió el mandamiento al que se comprometió en el altar de cuidarla. Tuvieron varios hijos a los que Eugenio no sin pocos sacrificios pudo dar carrera. Por la mañana era funcionario y por la tarde trabajaba de comercial, para sacarse unas perrillas según decía.

Cuando los hijos se fueron de casa, todos colocados y casados, la mujer enfermó, sufrió lo que llaman el síndrome del nido vacío, una especie de depresión, y se quedó en la cama. Eugenio la cuidaba como buenamente podía, hacía los recados, limpiaba la casa. La pensión que le quedó era pequeña y hacía virguerías para no tener que pedir nada a los hijos. No le importaba andar varios kilómetros incluso, con tal de encontrar un comercio donde el aceite saliera unas pesetas menos y luego se recorría media ciudad para comprar los huevos en otro lado, que eran más baratos, así ahorraba dinero con el que agasajar a sus numerosos hijos y nietos, a los que nunca quiso pedir nada.

Su mujer, Conchita, no quería levantarse de la cama; pero él nunca trató de presionarla. Con sumo amor, la hacía la comida y se la llevaba allí. Así pasaron varios años, Conchita en la cama, enferma de depresión y Eugenio haciéndose cargo él solo de la casa.

Hasta que un día Eugenio, ya muy mayor, haciendo uno de esos largos paseos por no gastar en el autobús y tener así más ahorrado para las propinas de los nietos, sufrió una trombosis en una pierna. Como pudo volvió a casa, su máxima preocupación era su esposa, que no se asustara cuando la dijera que debía ir al hospital, pues la pierna la tenía paralizada y sentía un atroz dolor en ella.

Esa noche se acercó, como quien no quiere molestar, a las urgencias del hospital. De inmediato le ingresaron y le amputaron esa pierna, pues había entrado en gangrena ya.

Los hijos decidieron que debían buscar un sitio donde se atendiera debidamente a su padre, ya que ellos no se podían hacer cargo, tenían muchas obligaciones. La hija mayor se llevó a su madre, Conchita, a su casa, pero dejó claro a los demás hermanos que la pensión iba para ella mientras la cuidara. No habría dinero para un sitio para Eugenio. Su mujer, Conchita, como por arte de magia se recuperó de sus dolencias, al ir a casa de su hija, ya estaba de pie y trataba de ser útil. Iba a ver a Eugenio al hospital mientras se recuperaba de la operación.

Pero un día Conchita oyó a sus hijos hablar de lo que harían con su marido, debían ingresarle, decían, en un centro para él. Al día siguiente le daban el alta y Conchita se negó a salir de casa de su hija, pues temía que la ingresaran a ella también.

A Eugenio le buscaron un sitio de la Comunidad, estaba en un pueblo en otra provincia, muy lejos de su casa, era un lugar pequeño e insalubre, donde habían conseguido una cama. El día que le dieron el alta se extrañó de no ver a su amada esposa en la habitación y más lo hizo cuando su hijo le dijo que no le podían atender y le habían buscado un centro para él.

Eugenio ya no era útil, sin una pierna no podría hacer las compras ni cuidar de su casa y su mujer, era mejor ingresarle en aquel centro de aquel pueblo lejano, cada quince días o así irían a verle.

A los dos meses Eugenio murió, dicen que lo hizo de pena, su compañero de cuarto contó amargamente como se pasó una noche gritando que quería agua, atado como era la norma en aquel centro con correas a la cama. Durante el tiempo que permaneció allí, preguntaba mucho por su mujer, pero ella nunca fue a verle, pues temía no volver y que la dejaran a ella también. Cuando en casa de su hija se mencionaba el tema de ir a visitar a Eugenio, ella rompía a llorar y a suplicar que por favor no la llevaran. Él preguntaba siempre por ella y no se explicaba que no apareciera, pensaba que le había ocurrido algo terrible y no querían contárselo y se angustiaba todos los días por no poder cuidar de ella.

Ya en vida de Eugenio sus hijos se repartieron la herencia: La colección de sellos de Eugenio, su único hobby y mayor tesoro, pues tenía todos los que habían salido desde que se comenzaron a utilizar en España, que empezó siendo niño y trabajando en correos pudo seguir con ella, el piso y la pensión. Discutieron mucho los hijos por la herencia y se llevaron a pleitos y tal. De eso, afortunadamente, Eugenio no se enteró, solo estaba angustiado por su mujer, Conchita, y quién iba a cuidar ahora de ella.

Publicado: 21 Mar 2006 17:15
por eddu
LA VIDEOTECA

-¿Vienes a ver unos vídeos a casa de mi primo? –preguntó con picardía Sancho a Asdrúbal-.

-Y qué videos tiene tu primo. –Contestó Asdrúbal-.

-Ven y los verás. –Dijo Sancho sin darle tiempo a su amigo a responder, pues ya emprendía la marcha dando por hecho que el otro le seguiría-.

-¡Ey cabrón, espérame!

A unas manzanas de allá, se encontraba el chalet del primo de Sancho. Era monitor de gimnasia, un hombre muy guapo. Moreno como de tomar el sol todo el año, alto y con un cuerpo fibroso, nunca perdía la sonrisa por nada. Había trabajado de auxiliar de vuelo, pero dicen que una vieja le jubiló y le mantenía, le pagó aquella casa. A su primito Sancho siempre le decía: “Mira mijo con las hembras hay que ir de sobrao, siempre de sobrao, ¿entiendes? Tú de sobrao y todo te irá muy bien”.

Cuando llegaron a la casa el primo de Sancho, Jaime se llamaba, estaba a punto de irse en su mustang descapotable amarillo regalo de una amiga.

-Cuídenme la casa, pendejos y no me sean nacos no jodan nada que en unas horas volveré y quiero que haya bebidas y maría. -Dijo como despedida-.

-Sancho dicen en el barrio que tu primo es un flojo que no trabaja.

-Bah, trabaja de monitor de gimnasia y esas cosas, organiza fiestas, ya has visto que vive muy bien.

-Sí eso sí. ¿Y los videos? Qué son pornos.

-Sí, salen muchas mujeres... –contestó con un aire de intriga que le pareció a Asdrúbal lleno de inocencia adolescente-.

-Ponlo, pues.

-Ni modo.

Sancho separó unas tablas que se deslizaron horizontalmente dejando ver el hueco de un armario empotrado, donde alrededor de una pantalla y un aparato reproductor, había almacenadas sobre varios estantes centenares de cintas.

-Todas esas son porno –se rió Asdrúbal- Madre mía menuda colección.

-Sí –contestó, con cierto aire de orgullo familiar, Sancho-.

Sancho tomó una al azar, la puso en el reproductor y pulsó el PLAY. Al instante se vio a una mujer mayor, algo sobrada de peso, culeando como dicen en México o chingando que dicen los chilangos, a lomos del primo de Sancho. Las tetas de doña Esperanza, la mujer del procurador, caían por la gravedad y se movían como dos peras podridas, mientras ella gruñía. Jaime en un momento de la película se levantó y se puso cual perro en el trasero de la señora a trabajarla bien.

La carcajada de los dos adolescentes fue sonora y aderezada con toda clase de comentarios. “Mira como la exprime las perolas a la cabrona de la procuradora”. “Tu primo es un man namber guan”. “Pon otra Sancho, corre”.

Y otra cinta pasó por el reproductor, y otra... y otra, y otra... Al final de Asdrúbal se apoderó una extraña obsesión, temía ver entre aquella colección a su hermana Marisa, dos años mayor que él, a la chica que le gustaba, Mariana, que nunca le había hecho mucho caso, incluso a su madre, a su abuela, había en esa colección mujeres de su edad. También había famosas. Aquella modelo internacional que pasó unas vacaciones en Cancún hacía dos años, la cantante mexicana tan popular, la presentadora del telediario en la televisión comarcal.

Asdrúbal quería ver todas las cintas, buscaba a alguna mujer de su familia, aquello le hubiera supuesto un shock pero necesitaba saberlo. Había allí cientos de mujeres, retratadas en su faceta más íntima, tiradas sobre el lecho, gimoteando mientras Jaime abrevaba sobre su sexo, algunas riéndose mientras él las desnudaba, otras cerrando los ojos cuando Jaime las penetraba. Él tenía una norma, nunca repetía con una zorra, las grababa a todas en video, porque según le dijo a su primo, le serviría de consuelo cuando fuera viejo y viera a aquellas hijas de puta que muchas de ellas eran amas de casa o lo serían pronto, muy bien casadas con hijos y pensase: “esa pendeja me la chupó”; “aquella que pasea cogida del brazo con su marido me dio su virgo”, “esa otra que va con sus hijos se me puso a cuatro patas como una chiguagua”.

Y Asdrúbal descubrió una gran verdad: La maestra, la peluquera de su madre, la hija de la de la mercería, todas esas que van de señoras y las chicas del barrio que tantas pegas ponían hasta para sacarlas a bailar, luego se arrastraban a la cama de Jaime. Había muchas con enamorados, que les daban largas para ir más allá y allí se las podía ver abiertas de piernas con ese manojo de pelos húmedos recubriendo su sexo. Jaime las había grabado a todas, con una cámara que estaba disimulada con el micro junto a la lámpara del techo de la cama y que al parecer activaba con un botón similar al interruptor de luz de la pared.

Después de joderlas, las decía que aquello fue un error y que no debían repetirlo más, que lo mejor es que se distanciasen y continuasen con su vida. Alguna le salió ardida y despechada, pero para calmarla Jaime la enseñaba la película que la había hecho, diciéndola que llegaría a su familia, si ella molestaba, y aquello funcionaba.

La colección de Jaime Orozco bien pudiera aparecer en el libro Guinness de los Records, media población femenina de Cancún había estado entre sus sábanas.

-No mames wey –cortó Sancho las ansias de visionarlo todo de su cuate- No hay tiempo de ver tanto, otro día venimos y vemos más, vamos a fumar algo.

Pero Asdrúbal seguía inquieto, aquello había supuesto para él un gran golpe, a sus dieciséis años veía a las mujeres como inaccesibles y sin embargo aquel pendejo, con su sonrisa, su labia, su deportivo y su seguridad en sí mismo, había logrado cogerse a las que quería. Se preguntaba cómo las sedujo para llevarlas allí, qué las diría. ¿Invitarlas a una copa, quizás? ¿Quedar con ellas para después y luego declararse? Seguro que recursos no le faltaban a Jaime Orozco.
Por la noche Asdrúbal tuvo pesadillas, veía a su rígida abuela de sangre vasca gritando como una cochinilla bajo las sábanas de Jaime, a su santa madre haciendo cosas vergonzantes, a su hermana perdiendo la virginidad con aquel chulo, a la chica que le gustaba y que tanto temía abordarla comiéndole a besos. Se despertó en un baño de sudor.

A partir de entonces Asdrúbal ya no miró igual a las mujeres, se volvió un celoso posesivo, que ante la mínima sospecha de infidelidad las dejaba. Total, gracias a perderlas el respeto y no verlas ya como a unas santas, sino como a seres tan calientes y ávidos de sexo como él, pudo conseguir muchas a lo largo de su vida, no tantas como Jaime, pero algunas que chingaban con él aunque decían estar muy enamoradas de sus novios, porque él las daba placer, si alguna vez se echó novia exigía una entrega absoluta y cuando parecía que se la daban ante su indiferencia se aburría y se buscaba a otra, que miraba con el mismo fondo de desprecio que a la anterior. Pero ellas siempre preferían a los cabrones como él y como Jaime que a los pendejos enamorados que van con buena intención.

Ni modo, wey, son todas unas putas.

Mi querido Eddu:

Publicado: 23 Mar 2006 03:54
por Dolordebarriga
Voy a ser breve, si quieres más, puedo explayarme, aunque me da pereza hacerlo..

El primero no. El tema es demasiado manido y reiterativo. Y en ningún momento me consigue crear una afinidad como lector con lo que leo.

El segundo regular. La idea es buena pero al pasarla al papel no queda bien construida. Pitote, que es un chabacano, cuando comienza a explicar la historía de Estrella cambia completa y extrañamente de léxico lo cual se me antoja imposible.

La tercera me parecio muy buena. Mala leche bien escrita y ese sentimiento de penica que se te queda por Eugenio.

La cuarta está bien. Me gusta sobretodo la idea inicial. Las conclusones, en cambio, me dejan un poco más frio.

Tú, pedaleando rumbo a Plutón;

Dolordebarriga

Re: Mi querido Eddu:

Publicado: 23 Mar 2006 05:25
por eddu
Agradezco mucho que lo hayas leído y te hayas tomado la molestia de dejar un comentario con tus impresiones que me parecen muy interesantes.