Cuervo

La editorial asocial, desde la mas inmunda basura hasta pequeñas joyas... (En obras)
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Lenina
Comodora
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Cuervo

Mensaje por Lenina »

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- Yo la quería.
Le miré y me entró una extraña sensación de comunión primitiva por la columna vertebral.
- Te creo.
Y le creía. Quizás si hubiera dicho “Yo la amaba”, o si hubiese detectado en su voz algún signo de histrionismo o de víctima, lo habría echado de mi casa pretextando cualquier excusa. Pero no lo hice por tres causas. La primera, que hubiese utilizado el verbo querer, en vez de amar. Desde mi punto de vista amar era un verbo aborrecible, bueno para expresar el sexo de forma más poética y para poca cosa más. Por un error burdo e hipócrita, aparecía en los diccionarios como sinónimo de querer. Amar. La habían amado multitud de hombres, casi todos ellos no la conocían. Pero quererla, quererla con responsabilidad, quererla en sus múltiples debilidades, quererla más allá de su mirada y su cuerpo, creo que sólo la quise yo, y quizás, por lo que parecía, aquel jovencito imberbe junto a mi ventana.
La segunda era que estaba en mi casa. Y si Ángela le había contado algo sobre mí es que confiaba en aquel joven mucho más de lo que había confiado en alguien durante años, lo cual, en sí, era razón suficiente como para escucharle.
La tercera era la profunda desolación que había en su voz al decir esa frase. Una desolación inmensa y una ronquera producida por las lágrimas contenidas que me había hecho experimentar un recuerdo difuso. Alguna vez, muchos años atrás, yo había tenido aquella misma voz al relatar una pena de amor.
Y había una cuarta razón, aunque no quería ni pensar en ella. Ángela estaba muerta, y yo hubiera dado lo que fuera por oír de nuevo su voz, su risa o contemplar su llanto silencioso. Pero no podía, ya nunca podría, y el último recuerdo de ella estaba tapando la luz de mi ventana, mirando la calle sin verla, con lágrimas en la garganta y tan desolado como yo. Así que tenía que escucharlo, tenía que creerlo, resucitar de nuevo con la alquimia del recuerdo el espíritu vago y difuso de Ángela.
Le tenté:
- Eres joven, dentro de tres meses ya ni te acordarás de ella.
Se giró, como picado por un alacrán. Oí todas las cosas que estuvo a punto de decirme, pero que se calló a tiempo. Se sentó muy lentamente, abatido, en el sillón frente al mío y me miró intensamente, como queriéndome absorber los pensamientos. Pobre Julián. Luego miró al suelo.
- No. No puedo – dijo sencillamente.
Casi pude oír la risa de Ángela en mis oídos, y tuve que reprimir la mía cuando me asaltó el recuerdo de una conversación igual, muchos años antes. “Ángela, querida Ángela, eres excepcional aún cuando no estás aquí”, me dije.

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