No resulta muy difícil adjetivar de forma común a los paisajistas holandeses: fueron los grandes introductores de la luz en el paisaje. Intento reflejar su evolución con un pequeño puñado de cuadros: paisajismo meramente figurativo primero, estudios cromáticos de la perspectiva después (estudios del aire), estudios de la luz más tarde, seguidos por una obsesión por el naturalismo, y una etapa final de paisaje realista, con un "retorno" al cuidado de los detalles figurativos.
(todo esto a muy groso modo).
Pieter Brueghel “el viejo”: Cazadores en la nieve (1565)
Este es un paisaje holandés primitivo, con reminiscencias del Bosco. La distancia está aún tratada como mera perspectiva lineal. El estudio de los efectos de la luz y el aire aún están pendientes de desarrollo.
Frente a paisajes posteriores, el detalle, el objeto, la figuración, son los protagonistas. Aún no hay una estructura de claroscuro y aún no es la luz la protagonista absoluta.

Paul Bril: Escena en la montaña (1599)
Aquí sí se empieza a estudiar el efecto del aire. La distancia ya no es una mera cuestión de perspectiva lineal, sino de variación de luz y color en la atmósfera: la distancia difumina las formas y las tiñe de azul.
Comienza a aparecer la estructura típica del paisaje holandés: el claroscuro.

Joos de Momper: Paisaje (1600 aprox.)
Este cuadro me gusta mucho. Los paisajistas holandeses, y la pintura holandesa de ese periodo en general, estaban obsesionados con la luz. La mayor parte de esos paisajes siguen un esquema de claroscuro: el paisaje terrestre (ciudades, bosques, montañas) aparece oscurecido y a menudo empequeñecido, casi como mero elemento de contraste sobre el que desplegar un estudio de la luz celeste, que suele convertirse en la protagonista de los cuadros. El cielo, las nubes, la atmósfera, incluso en algún caso el arco iris, son el centro de la preocupación de estos paisajistas. Incluso en cuadros donde aparecen escenas en primer plano que dominan el lienzo –campesinos, árboles, molinos etc- termina siendo la luz del fondo la que define la esencia de la obra.
Este cuadro sigue ese esquema, pero hay algo distinto en él: la estructura de claroscuro (tierra oscura, cielo claro) sigue ahí, pero el contraste no se limita a la luz, sino también al color. Momper imita aquí el efecto que la perspectiva tiene sobre el color en la naturaleza: cuanto más alejado está un objeto, más azulado, difuso y claro aparece, por el efecto de filtrado que el aire ejerce sobre la luz. Este efecto puede ser comprobado por cualquiera: al mirar al horizonte en pleno día, especialmente desde un punto elevado que permita alcanzar grandes distancias con la vista, a veces resulta difícil distinguir una montaña lejana de una mera nube que esté tras ella. El aire filtra la luz que procede de ambas, dándoles un tono similar.
Así, en el segundo plano, que en otras pinturas similares está ocupado exclusivamente por el cielo y las nubes, Momper juega con este efecto e incluye en el “área celeste” unas montañas, a las que la distancia confiere un aspecto nebuloso. De este modo, en la parte luminosa del cuadro, que en el paisaje holandés solía estar exclusivamente dedicada al cielo, el pintor incluye también elementos terrestres. Podría decirse que, gracias al efecto de la distancia, las montañas terminan por “ejercer de nubes”.
Todo el cuadro sigue una progresión cromática: el primerísimo plano, abajo, está dominado por los pardos y rojizos más propios de la sombra. Más allá, esos tonos rojizos cambian a verde al estar ya fuera de la sombra (hay que notar que utiliza el ocre aquí y allá para hacer una transición suave desde el rojo hacia el verde). Finalmente, arriba en el cuadro (o sea, lejos en perspectiva) el verde da paso al azul y al blanco.
Todo este juego cromático de profundidad atmosférica es uno de mis efectos favoritos en pintura de paisajes, quizá por que resulta tan obvio y básico que muchos pintores no se molestan en convertirlo en protagonista de sus paisajes, sino en un mero elemento técnico más. Quizá el mero estudio de la luz celeste resulta más espectacular, pero, personalmente, y quizá porque a mí mismo me gusta observar paisajes en la distancia, me siento muy atraído por esta forma de retratar el aire. Aunque tendemos a pensar que el aire es invisible, incoloro, lo cierto es que realmente no lo es: el aire es azul. Sólo parece incoloro en las distancias cortas.

Jan Wildens: Paisaje con pastores (1631)
Y este cuadro es un magnífico ejemplo de lo contrario: puro claroscuro, con preocupación hacia el contraste luminoso y no tanto el cromático.
Aquí “parece” que domina el primer plano, el oscuro, ya que ocupa una gran parte del lienzo (mientras que en otros paisajes similares es la parte clara la más extensa). Sin embargo, es la luz la que sigue siendo protagonista, como en un cuadro totalmente oscuro en el que sólo viésemos una vela encendida. El “motivo aparente” (los árboles, los campesinos) ni es el motivo, ni es aparente. Lo primero que vemos es la luz, que es la absoluta protagonista. En ese primer vistazo, vemos los árboles sólo porque están en oposición a la luz, como lo estaría una silueta ante una ventana. Los pastores que dan nombre al cuadro, sólo llegamos a verlos en un segundo vistazo. Son una excusa, un mero accesorio.

Bonaventura Peeters: Tormenta en el mar (1632)
Los paisajes de Peeters suelen girar en torno a motivos marítimos, pero, en esencia, su espíritu es idéntico al de los demás paisajistas holandeses: todo en sus cuadros suele ser una excusa para retratar la luz. Por otra parte, los motivos marítimos son muy comunes en la pintura holandesa.

Pieter Rubens: Paisaje con arco iris (1635)
Rubens es más conocido por su gusto por las mujeres con celulitis, pero lo cierto es que era también un gran paisajista (y un gran-lo-que-se-propusiera).
Pongo este cuadro por su temática inusual, que resulta muy ilustrativa acerca de la intención del paisajismo holandés: pintar la luz. El intento llega a cotas de verdadero desafío, como este paisaje con arco iris. Rubens no se conforma aquí con el mero claroscuro o el efecto cromático del aire (nótese aquí también la transición desde los rojizos/pardos de la zona oscura, hacia los ocres primero, y el azul/blanco después), sino que va más allá y trata de pintar el arco iris (sí, los arco iris blancos existen).
No hace falta comentar mucho más: si un artista convierte al arco iris en protagonista de su lienzo, no puede haber manera más explícita de declarar que su intención al pintar un paisaje es la de retratar la luz.

Jan Van Goyen: Vista de Leyden (1650)
En este periodo se produjo un viraje hacia el naturalismo: en un principio, estos paisajistas acostumbraban a pintar sus paisajes en el estudio. Observaban la naturaleza, aprendían las técnicas pictóricas, y las aplicaban en su lugar de trabajo. Pero la creciente obsesión por perfeccionar sus paisajes y por lograr representaciones más fieles de los efectos luminosos les llevó a empezar a pintar en exteriores. Basta comparar los cuadros citados de Momper o Rubens con este de Van Goyen: del “ensayo sobre la realidad” se ha pasado a la plasmación de la realidad. En general, la pintura holandesa avanzó en esa dirección naturalista, casi rallando, en etapas posteriores , con el hiperrealismo.
Para mí, este tipo de paisajes naturalistas constituyen una de las primeras piedras sobre las que, bastante tiempo después, se edificó el impresionismo. Un cuadro como éste, casi completamente protagonizado por formas abstractas –las nubes- no difiere demasiado (en cuanto a intención y espíritu me refiero) de los estanques de Monet. Podríamos casi decir que este cuadro tiene una parte figurativa (las barcas, los edificios) y una parte abstracta, pre-impresionista: las nubes.
Los paisajistas holandeses hacían con la luz lo que muchos impresionistas hicieron después con el color: intentar pintarla en sí misma, con la menor representación figurativa posible. Estos paisajistas tendían a una “luz sin objetos”, como los impresionistas tendieron a un “color sin objetos”.

Jan Vermeer: Vista del Delft (1660)
Y si hablamos de luz, tenemos que citar a Vermeer. Es universalmente conocido por sus pinturas de mujeres en interiores repletos de contrastes (“La lechera”, “La hilandera”, la ahora famosa “Joven de la perla”, etc.). En las pinturas de interiores de Vermeer (que constituyen casi toda su obra) la luz suele incidir lateralmente, y es una luz muy viva, muy blanca, que produce unos claroscuros muy vívidos.
Desgraciadamente –lo digo con este cuadro en mente- sólo pintó un par de paisajes. En el presente, es fiel al sempiterno esquema de claroscuro propio de los holandeses.
Sin embargo, como en sus interiores, y al revés que sus colegas paisajistas, Vermeer parece querer que nos centremos en los detalles figurativos, en los objetos, y no en el cielo. Pinta un cielo casi uniforme, sin apenas “estudios sobre los efectos la luz”, de modo que no tengamos más remedio que dirigir la mirada hacia el primer plano terrestre. De hecho, el claroscuro no sólo define el lienzo como un todo. También en el propio primer plano, la parte oscura, hay un fuerte claroscuro interno: unos edificios son iluminados a propósito, para destacarlos del resto, y para dirigir a ellos la mirada del observador. Vermeer no quiere que miremos el cielo, sino el suelo, los edificios, el río. Por eso no hay “nada que ver” en el cielo, en la parte clara, para que, inconscientemente busquemos “algo que ver” en la parte oscura.
Y hay mucho que ver en la parte oscura (como en los demás cuadros, recomiendo pulsar sobre las imagen para verla a tamaño completo): Vermeer captura la atmósfera de la ciudad con una pericia técnica asombrosa. Quizá por ello no desea que el observador se quede en el cielo, porque es conocida su obsesión por pintar los más mínimos detalles. En este cuadro cumple, a grandes rasgos, los cánones del paisaje holandés. Pero parece sentirse más cómodo como pintor de objetos (y de la luz sobre los objetos) que como pintor de “luz sin objetos”.
Quizá por ello no se prodigó en los paisajes y se limitó a pintar interiores, no lo sé. Pero resulta evidente que su exhuberante superdotación técnica le hacía tan buen paisajista como cualquiera.

Jan van der Heyden: Vista del Westerkerk, Amsterdam (1660)
Otro ejemplo de “esto parece un paisaje holandés más, pero no lo es”. Sí, ahí está el claroscuro, pero la intención de convertir los objetos, y no la luz, en protagonistas, no está ni siquiera disimulada. Mientras Vermeer dirige nuestra mirada hacia los detalles figurativos de manera subrepticia, Van der Heyden lo hace copn total descaro, sin disimulos: directamente ilumina los objetos y los convierte en protagonistas absolutos. El cielo “desaparece”, y se transforma en un mero fondo. Aquí no hay estudios sobre la luz. La progresión hacia el naturalismo pre-impresionista ha dado una vuelta de tuerca y ha devenido en mero realismo paisajístico.
Sólo en sus inicios, Van der Heyden trató de disimular, como Vermeer, su pérdida de interés hacia el estudio de la luz natural como fenómeno aislado protagonista del paisaje. Muy pronto se desmarcó de esa tradición sin disimulo ninguno, y, a lo largo del tiempo, su claroscuro dejó de ser tan claroscuro. La zona terrestre de sus paisajes estaba cada vez más iluminada, robándole protagonismo a la luz celeste, y cediendo ese protagonismo a los detalles figurativos del paisaje. En éste cuadro, por ejemplo, la parte terrestre está tan iluminada como el propio cielo: ya no hay duda posible sobre el cambio de protagonismos.
Yo, personalmente y hablando sólo de paisajes, prefiero los estudios lumínicos y cromáticos a las representaciones realistas. Este cuadro –que es un gran cuadro- está en el límite de realismo de lo que yo, en mis modestísimos gustos, considero deseable.
Cruzado ese límite está el hiperrealismo que, personalmente, no es mi estilo favorito y no me dice gran cosa (por más que técnicamente sea admirable, desde luego). Siempre he sostenido que un pintor debe pintar aquello que una cámara fotográfica no puede expresar... de lo contrario, una cámara fotográfica siempre será mejor artista hiperrealista que un pintor.

Jacob Ruysdael: Vista de Haarlem (1665)
Esta pintura sí está imbuida en el espíritu del estudio de la luz en sí misma, y de convertir a la luz en protagonista. Como de costumbre, las nubes son la herramienta perfecta para jugar con los efectos lumínicos sin tener que ceñirse a las formas concretas de los objetos. Aquí el cielo sí es protagonista, y lo es con vehemencia.
Como detalle a tener en cuenta: se introduce también un pequeño estudio sobre el aire. Obsérvese las cabañas y graneros que hay en primer plano, en contraste con la iglesia que aparece más al fondo. Para pintar el aire, la iglesia aparece levemente difuminada, aclarada por el filtro de la leve neblina iluminada por la luz diurna.
Aquí el aire es retratado de manera más sutil, más naturalista, que en el cuadro de Momper. Los efectos del aire no son exagerados por el pintor para hacerlos evidentes al observador: podríamos decir que aquí se persigue más un “retrato naturalista del aire” que un “estudio técnico sobre el aire”. De hecho, ese “efecto aire” es secundario en este cuadro, en el que es la luz y no el aire la absoluta protagonista.
