Señales
Publicado: 22 Feb 2005 03:40
-Usted se la merece, no lo dude-, me dice el actor del anuncio que están poniendo por la pequeña pantalla de la televisión, la cual es la única y titilante fuente de luz de todo el cuarto.
Un tipo rubio, fuerte, con una dentadura brillante y perfecta, a todas luces atractivo, me muestra con la mejor de sus sonrisas todas las bondades de la Abdominator 3000.
Y creo que tiene razón; me la merezco.
Su respiración me llega tenue pero inperturbable.
No es perfecta.
Y me encanta (no por ese motivo, sino por el hecho de que me sigue gustando pese a lo anterior). Su nariz es un poco aguileña, y sus dientes no están muy bien colocados.
Pero me encanta.
Justo cuando todos los demás se fueron de casa y nos quedamos los dos sólos, con la vacía promesa de que más tarde nos reuniríamos donde estuviesen, me hizo ver tres veces seguidas la canción de las escaleras de "Dentro del laberinto" y más de cinco el comienzo de "Pesadilla antes de Navidad".
Hay quien diría que ésos son signos inconfundibles de que la cosa no marcha, pero os llevaríais una sorpresa al conocerla.
Después bailó sólo para mí, acabándonos lo poco que quedaba de la botella de Jack Daniels en el proceso, y finalmente, mientras nos desnudábamos en ambos aspectos, intentó tocar en el piano "Any Other Name", de Thomas Newman. No pudo acabarla, porque cinco minutos después ya estábamos haciendo el amor.
La miro y me aterroriza. Ma causa pavor el futuro. No sé si podría sobrevivir a todo el proceso.
Soy incapaz de visualizar una pelea con ella, ni un mal tono, ni las miradas llenas de ira, ni los puñales verbales, ni las decepciones, ni los "no pensaba que fueses realmente así", ni los "no es lo que esperaba", ni los "creo que ya no siento lo que tendría que sentir", ni los días anteriores al final, en los que sabes perfectamente que todo va a ocurrir, y sin embargo sigues aferrándote a la esperanza de que exista alguna herramienta para arreglarlo todo.
Y saber que no hay solución...
La miro, dormida, con tan sólo las sábanas por encima, a mi lado.
Estoy paralizado, con un nudo en la garganta de tan sólo pensar en esos momentos.
Hay gente que dice que la felicidad no se experimenta; que tan sólo se recuerda. Creo que tienen razón.
Ahora mismo soy incapaz de sentirme feliz, soy incapaz de disfrutar del momento, de tumbarme y colocar la cabeza a su lado, rodear su cintura con mi brazo, darla un suave y silencioso beso debajo de la oreja, y dormir hasta mediodía.
Y cuando ella despierte seré incapaz de decirla que la quiero, que la necesito, que mataría por seguir a su lado todo el tiempo, porque es lo mejor que me ha pasado en muchísimo tiempo y, como ha dicho el del anuncio; me la merezco.
La otra posibilidad sería dejar las cosas como están. Dormir hasta que ella despierte, o lo haga yo, y comenzar una conversación que no lleva a ningún sitio. Tras eso inventarme cualquier escusa y largarme rápidamente, aunque sin cerrar ninguna puerta.
Ya lo harían ellas sólas, con el tiempo, con la distancia. De manera indolora.
Diréis que soy un cobarde, y puede que tengáis toda la razón del mundo. Diréis que no tengo el valor de enfrentarme a la grandeza del amor, a las relaciones, a la posibilidad del fracaso.
Y ni en toda una vida podría ser capaz de encontrar un sólo argumento con el que rebatiros.
Pero tendríais que verla en éstos momentos...
No es perfecta.
Y si en dos noches me ha hecho sentir todo ésto, qué no sería capaz de hacer con el tiempo. Cómo de grande podría ser la caída...
Y no me llaméis negativo, por favor. Soy completamente consciente de todos los momentos perfectos que podría experimentar con ella. Un viaje a Granada, una fiesta como la de ésta noche, la celebración de nuestros primeros 200 días juntos (puesto que jamás celebraríamos algo tan absurdo como un aniversario), alguna tarde de lluvia en casa, viendo una buena película en la que ella acabara llorando con la cabeza apoyada en mi hombro para que no la vea...
Por supuesto que soy capaz de visualizar esos momentos. Y si no los necesitara, si no supiese apreciarlos en su exacta medida, no estaría aquí pensando lo que pienso, paralizado por el terror.
¿Cómo aguantaría alguien que acaba de ganar la lotería el volver a ser pobre?
Lo peor no es que todo acabe. Lo peor es el volver a hacerse a la idea de que es posible que ya no te quede ninguna oportunidad de encontrar a alguien así, de fabricar recuerdos perfectos como los de ahora.
Y lo peor de todo es que después de todo este tiempo dándole vueltas, estoy exactamente en la misma casilla de salida que antes.
No hay cosa que peor tolere que la incertidumbre.
La televisión se desconecta sóla.
Creo no haber apretado el mando por error en ningún momento. Pese a eso, lo busco a mi lado y aprieto la tecla de encendido.
Nada.
Me giro hacia la mesilla y miro el reloj electrónico que hay a mi derecha. O mejor dicho, el reloj que debiera haber, porque todo está en completa oscuridad, y no consigo ver más allá de mi nariz.
Miro hacia la ventana, y observo que el edificio de enfrente también está a oscuras, aunque no es un dato muy revelador dadas las horas que son.
Por contra me llama la atención que todas las farolas se han apagado también. Y con ellas absolutamente toda la luz de la ciudad, dejando a la luna y a las estrellas parcialmente veladas, como únicas antorchas sobre nuestras cabezas.
Intrigado, me levanto con cuidado de la cama y me acerco hasta el alfeizar. Hace una noche estupenda.
Y es justo en ese momento cuando una luz comienza a perfilar la silueta de las lejanas montañas, habitualmente invisibles desde la ciudad.
Al principio es un fogonazo breve, mudo, como el flash de una cámara gigantesca que quiere retratar la sierra para Dios. Pasado un segundo, una inmensa ola naranja comienza a expanderse lentamente a lo largo y ancho de la superficie que rodea a la luz, devorándolo todo en completo silencio.
No entiendo nada, pero es lo más maravilloso que he visto en toda mi vida.
Dos pequeñas luces parpadeantes y paralelas comienzan a descender rápidamente hacia el centro de la ciudad. El sonido de los motores en éste caso es perfectamente notorio.
No consigo ver el impacto del avión contra el edificio, puesto que queda fuera de mi campo visual, sin embargo una tremenda explosión ensordece toda la ciudad y el suelo tiembla de manera sobrecogedora.
Ella se despierta agitada aunque todavía somnolienta.
Yo vuelvo la mirada a la cada vez menos brillante ola naranja, que continúa acercándose, todavía en silencio, hacia nosotros. La hago un gesto para que se acerque, a lo cual me hace caso.
Un zumbido ahora parece llegar junto con el viento, que empiza a levantarse repentinamente, aunque no de forma desagradable. Las montañas ahora están envueltas en una nube de humo que se extiende rápidamente hacia el cielo.
Tendríais que verlo; kilómetros y kilómetros de nube, expandiéndose en todas direcciones, cubriéndolo todo.
La ola naranja pierde fuerza y cada vez es más delgada, hasta que llega un desilusionante punto en el cual desaparece del todo, a bastantes kilómetros de distancia todavía; calculo.
Por contra, el zumbido no deja de crecer en intensidad y volumen, como un coro de miles de bajos que quieren impresionarte.
Todo tiembla, primero levemente, luego de manera que tengo que agarrarme al borde de la ventana y alejarme un par de pasos para no caer desnudo a la calle.
La agarro con la otra mano y ella se acerca hasta abrazarme.
El zumbido comienza a hacerse realmente molesto, los cristales bibran, y el viento se acaba de tornar huracanado de improviso. Agua, polvo y suciedad entran por la ventana. Nos alejamos.
El temblor tira al suelo todo lo que no está bien sujeto y no tiene dos piernas con las que mantener el equilibrio. Esquivo un bonito cuadro de una puesta de sol, el cual con la caída hace romper el marco.
La bombilla del techo explota sin estar encendida siquiera, y las ventanas se cierran de golpe para acto seguido abrirse con brutal fuerza, estallando todos los cristales contra la pared, y obligándonos a subir a la cama para no cortarnos.
Sigue abrazándome.
Ya no entra suciedad por la ventana, pero no puedo evitar toser a la vez que me tapo los ojos. No se escucha nada excepto el ensordecedor zumbido.
Me parece escuchar la alarma de un coche acercándose, y cuando creo que tan sólo son imaginaciones mías, la pared (a escasos tres metros de nosotros) explota, dejando entrar lo que creo que es un Seat Ibiza negro empotrándose contra el cuarto de baño del otro lado de la habitación.
El aire que entra es caliente y huele a plomo. Se me queda una desagradable sabor metálico en toda la boca.
Y entonces todo se detiene.
El zumbido cesa de pronto. El viento deja de soplar, y el temblor desaparece por completo.
Pasa medio minuto hasta que dejan de caer pequeños cascotes y cristales, y de nuevo reina el silencio en la ciudad.
Me giro hacia el coche que hay dado la vuelta y empotrado sobre la ducha, y veo que en su interior hay un peluche del sonriente Garfield, con ventosas en las manos pegado al destrozado cristal trasero. Una de las manos cae laxamente y parece señalarme.
La vuelvo a mirar.
Ella está con la cabeza gacha, respirando pesada y lentamente y con los ojos abiertos como platos, mirando hacia el suelo.
Sigue abrazándome.
-Si ahora no te digo que estoy enamorado de tí, me voy a arrepentir toda la vida.
Y justo al terminar la frase, cientos de luces multicolores comienzan a descender muy lentamente, en circulos, desde lo alto de entre las nubes, iluminando las calles y los destrozados edificios de la ciudad con miles de tonalidades diferentes y cambiantes.
Ella alza la cabeza y me sonríe, todavía con los ojos muy abiertos.
Ahora que me fijo por primera vez, los tiene preciosos, aunque sigue sin ser perfecta.
Un tipo rubio, fuerte, con una dentadura brillante y perfecta, a todas luces atractivo, me muestra con la mejor de sus sonrisas todas las bondades de la Abdominator 3000.
Y creo que tiene razón; me la merezco.
Su respiración me llega tenue pero inperturbable.
No es perfecta.
Y me encanta (no por ese motivo, sino por el hecho de que me sigue gustando pese a lo anterior). Su nariz es un poco aguileña, y sus dientes no están muy bien colocados.
Pero me encanta.
Justo cuando todos los demás se fueron de casa y nos quedamos los dos sólos, con la vacía promesa de que más tarde nos reuniríamos donde estuviesen, me hizo ver tres veces seguidas la canción de las escaleras de "Dentro del laberinto" y más de cinco el comienzo de "Pesadilla antes de Navidad".
Hay quien diría que ésos son signos inconfundibles de que la cosa no marcha, pero os llevaríais una sorpresa al conocerla.
Después bailó sólo para mí, acabándonos lo poco que quedaba de la botella de Jack Daniels en el proceso, y finalmente, mientras nos desnudábamos en ambos aspectos, intentó tocar en el piano "Any Other Name", de Thomas Newman. No pudo acabarla, porque cinco minutos después ya estábamos haciendo el amor.
La miro y me aterroriza. Ma causa pavor el futuro. No sé si podría sobrevivir a todo el proceso.
Soy incapaz de visualizar una pelea con ella, ni un mal tono, ni las miradas llenas de ira, ni los puñales verbales, ni las decepciones, ni los "no pensaba que fueses realmente así", ni los "no es lo que esperaba", ni los "creo que ya no siento lo que tendría que sentir", ni los días anteriores al final, en los que sabes perfectamente que todo va a ocurrir, y sin embargo sigues aferrándote a la esperanza de que exista alguna herramienta para arreglarlo todo.
Y saber que no hay solución...
La miro, dormida, con tan sólo las sábanas por encima, a mi lado.
Estoy paralizado, con un nudo en la garganta de tan sólo pensar en esos momentos.
Hay gente que dice que la felicidad no se experimenta; que tan sólo se recuerda. Creo que tienen razón.
Ahora mismo soy incapaz de sentirme feliz, soy incapaz de disfrutar del momento, de tumbarme y colocar la cabeza a su lado, rodear su cintura con mi brazo, darla un suave y silencioso beso debajo de la oreja, y dormir hasta mediodía.
Y cuando ella despierte seré incapaz de decirla que la quiero, que la necesito, que mataría por seguir a su lado todo el tiempo, porque es lo mejor que me ha pasado en muchísimo tiempo y, como ha dicho el del anuncio; me la merezco.
La otra posibilidad sería dejar las cosas como están. Dormir hasta que ella despierte, o lo haga yo, y comenzar una conversación que no lleva a ningún sitio. Tras eso inventarme cualquier escusa y largarme rápidamente, aunque sin cerrar ninguna puerta.
Ya lo harían ellas sólas, con el tiempo, con la distancia. De manera indolora.
Diréis que soy un cobarde, y puede que tengáis toda la razón del mundo. Diréis que no tengo el valor de enfrentarme a la grandeza del amor, a las relaciones, a la posibilidad del fracaso.
Y ni en toda una vida podría ser capaz de encontrar un sólo argumento con el que rebatiros.
Pero tendríais que verla en éstos momentos...
No es perfecta.
Y si en dos noches me ha hecho sentir todo ésto, qué no sería capaz de hacer con el tiempo. Cómo de grande podría ser la caída...
Y no me llaméis negativo, por favor. Soy completamente consciente de todos los momentos perfectos que podría experimentar con ella. Un viaje a Granada, una fiesta como la de ésta noche, la celebración de nuestros primeros 200 días juntos (puesto que jamás celebraríamos algo tan absurdo como un aniversario), alguna tarde de lluvia en casa, viendo una buena película en la que ella acabara llorando con la cabeza apoyada en mi hombro para que no la vea...
Por supuesto que soy capaz de visualizar esos momentos. Y si no los necesitara, si no supiese apreciarlos en su exacta medida, no estaría aquí pensando lo que pienso, paralizado por el terror.
¿Cómo aguantaría alguien que acaba de ganar la lotería el volver a ser pobre?
Lo peor no es que todo acabe. Lo peor es el volver a hacerse a la idea de que es posible que ya no te quede ninguna oportunidad de encontrar a alguien así, de fabricar recuerdos perfectos como los de ahora.
Y lo peor de todo es que después de todo este tiempo dándole vueltas, estoy exactamente en la misma casilla de salida que antes.
No hay cosa que peor tolere que la incertidumbre.
La televisión se desconecta sóla.
Creo no haber apretado el mando por error en ningún momento. Pese a eso, lo busco a mi lado y aprieto la tecla de encendido.
Nada.
Me giro hacia la mesilla y miro el reloj electrónico que hay a mi derecha. O mejor dicho, el reloj que debiera haber, porque todo está en completa oscuridad, y no consigo ver más allá de mi nariz.
Miro hacia la ventana, y observo que el edificio de enfrente también está a oscuras, aunque no es un dato muy revelador dadas las horas que son.
Por contra me llama la atención que todas las farolas se han apagado también. Y con ellas absolutamente toda la luz de la ciudad, dejando a la luna y a las estrellas parcialmente veladas, como únicas antorchas sobre nuestras cabezas.
Intrigado, me levanto con cuidado de la cama y me acerco hasta el alfeizar. Hace una noche estupenda.
Y es justo en ese momento cuando una luz comienza a perfilar la silueta de las lejanas montañas, habitualmente invisibles desde la ciudad.
Al principio es un fogonazo breve, mudo, como el flash de una cámara gigantesca que quiere retratar la sierra para Dios. Pasado un segundo, una inmensa ola naranja comienza a expanderse lentamente a lo largo y ancho de la superficie que rodea a la luz, devorándolo todo en completo silencio.
No entiendo nada, pero es lo más maravilloso que he visto en toda mi vida.
Dos pequeñas luces parpadeantes y paralelas comienzan a descender rápidamente hacia el centro de la ciudad. El sonido de los motores en éste caso es perfectamente notorio.
No consigo ver el impacto del avión contra el edificio, puesto que queda fuera de mi campo visual, sin embargo una tremenda explosión ensordece toda la ciudad y el suelo tiembla de manera sobrecogedora.
Ella se despierta agitada aunque todavía somnolienta.
Yo vuelvo la mirada a la cada vez menos brillante ola naranja, que continúa acercándose, todavía en silencio, hacia nosotros. La hago un gesto para que se acerque, a lo cual me hace caso.
Un zumbido ahora parece llegar junto con el viento, que empiza a levantarse repentinamente, aunque no de forma desagradable. Las montañas ahora están envueltas en una nube de humo que se extiende rápidamente hacia el cielo.
Tendríais que verlo; kilómetros y kilómetros de nube, expandiéndose en todas direcciones, cubriéndolo todo.
La ola naranja pierde fuerza y cada vez es más delgada, hasta que llega un desilusionante punto en el cual desaparece del todo, a bastantes kilómetros de distancia todavía; calculo.
Por contra, el zumbido no deja de crecer en intensidad y volumen, como un coro de miles de bajos que quieren impresionarte.
Todo tiembla, primero levemente, luego de manera que tengo que agarrarme al borde de la ventana y alejarme un par de pasos para no caer desnudo a la calle.
La agarro con la otra mano y ella se acerca hasta abrazarme.
El zumbido comienza a hacerse realmente molesto, los cristales bibran, y el viento se acaba de tornar huracanado de improviso. Agua, polvo y suciedad entran por la ventana. Nos alejamos.
El temblor tira al suelo todo lo que no está bien sujeto y no tiene dos piernas con las que mantener el equilibrio. Esquivo un bonito cuadro de una puesta de sol, el cual con la caída hace romper el marco.
La bombilla del techo explota sin estar encendida siquiera, y las ventanas se cierran de golpe para acto seguido abrirse con brutal fuerza, estallando todos los cristales contra la pared, y obligándonos a subir a la cama para no cortarnos.
Sigue abrazándome.
Ya no entra suciedad por la ventana, pero no puedo evitar toser a la vez que me tapo los ojos. No se escucha nada excepto el ensordecedor zumbido.
Me parece escuchar la alarma de un coche acercándose, y cuando creo que tan sólo son imaginaciones mías, la pared (a escasos tres metros de nosotros) explota, dejando entrar lo que creo que es un Seat Ibiza negro empotrándose contra el cuarto de baño del otro lado de la habitación.
El aire que entra es caliente y huele a plomo. Se me queda una desagradable sabor metálico en toda la boca.
Y entonces todo se detiene.
El zumbido cesa de pronto. El viento deja de soplar, y el temblor desaparece por completo.
Pasa medio minuto hasta que dejan de caer pequeños cascotes y cristales, y de nuevo reina el silencio en la ciudad.
Me giro hacia el coche que hay dado la vuelta y empotrado sobre la ducha, y veo que en su interior hay un peluche del sonriente Garfield, con ventosas en las manos pegado al destrozado cristal trasero. Una de las manos cae laxamente y parece señalarme.
La vuelvo a mirar.
Ella está con la cabeza gacha, respirando pesada y lentamente y con los ojos abiertos como platos, mirando hacia el suelo.
Sigue abrazándome.
-Si ahora no te digo que estoy enamorado de tí, me voy a arrepentir toda la vida.
Y justo al terminar la frase, cientos de luces multicolores comienzan a descender muy lentamente, en circulos, desde lo alto de entre las nubes, iluminando las calles y los destrozados edificios de la ciudad con miles de tonalidades diferentes y cambiantes.
Ella alza la cabeza y me sonríe, todavía con los ojos muy abiertos.
Ahora que me fijo por primera vez, los tiene preciosos, aunque sigue sin ser perfecta.