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¿HAPPY END?

Publicado: 16 Jul 2004 15:17
por x
El acomodador insistía en hacerle señas de que entrase de una vez. Señalaba hacia la puerta del patio de butacas y movía las manos, con la palma abierta y el dorso vuelto hacia ella. Pero ella no podía ir hasta que Leo terminara de hablar con aquel señor barbudo, tan pesado... Se volvió hacia él para apremiarle, pero ¿dónde estaba Leo? Ah, sí, estaba allí, junto a la cortina del vestíbulo. La señora del traje rojo continuaba distrayéndolo con su cháchara interminable... ¿o es que no era él? Llegaban hasta ella las notas amortiguadas de la ópera ya comenzada. Ahora ya no podrían entrar, y Rosa sintió una instantánea irritación, pensando en lo poco, lo poquísimo que le apetecía salir aquella noche, y en que Leo la había arrastrado hasta el teatro para ahora desaparecer de ese modo absurdo dejándola sola ante las puertas cerradas de la sala, tras las que seguía oyéndose cantar al tenor italiano. Y además, un coche tocaba el claxon al otro lado de la calle, un claxon con silenciador, por supuesto, menos mal, pero molesto al fin y al cabo, y ¿por qué Leo lloraba sentado en el césped? Ella estaba realmente cansada, y lo que quería era seguir durmiendo, sólo seguir durmiendo.

Abrió los ojos y poco a poco distinguió los contornos de los muebles del dormitorio. Por la ventana entreabierta llegaba un rumor lejano de tráfico y grillos y ramas de árboles movidas por la brisa nocturna. El calor del día había dado paso a una bella noche de verano. La música sonaba muy suave, pero audible en medio del silencio de la urbanización dormida. ¿Qué hacía Leo abajo, oyendo música, y por qué lloraba? No, en realidad tal vez no lloraba, pues ahora no se oían sollozos. El llanto debió de estar sólo en su sueño. Aun así, ahora no podía seguir durmiendo sin bajar a verle.

Mientras bajaba la escalera seguía oyendo «Nessun dorma». Apropiado, muy apropiado. La luz del salón estaba encendida. Y allí estaba Leo, en el sofá, muy quieto, mirando hacia el ventanal abierto delante del jardín y de la puerta de la calle.

—Leo, ¿qué pasa?

Él se sobresaltó y se volvió hacia la puerta.

—Caramba, Rosa, qué silenciosa eres. ¿Te divierte asustarme?

—Pues no. Y a ti, ¿te divierte despertarme? ¿Qué haces a estas horas con la música puesta y todas las puertas abiertas?

—No podía dormirme.

—Pues esto es nuevo. Nunca en la vida he visto que tuvieras problemas de sueño.

Rosa hablaba con una aspereza que nacía de su sueño operístico, todavía confundida y molesta por haber sido despertada sin motivo aparente, pero sentía que a través del enfado se abría paso cierta preocupación, porque en verdad era insólito que Leo se quejara de falta de sueño. Por muy largo o difícil que hubiera sido el día, o por pocas que fueran a veces las horas de que disponía para dormir, Leo siempre las dormía como un tronco. «El sueño de los justos», bromeaba él. Rosa no tenía facilidad para los elogios, pero si la hubiera tenido le hubiera dicho que nadie tenía más derecho que él a ese sueño, porque ella creía sinceramente que Leo era el hombre más honrado del mundo.

Calaf, en la voz de Pavarotti, terminaba de cantar su aria anunciando con entusiasmo que al alba vencería. Rosa se dejó ganar por la emoción de la música y por un momento, en la calma sobrenatural de la madrugada, vio pasar como un relámpago sus veinte años con Leo, la felicidad que aún le proporcionaba estar a su lado, su fe inquebrantable en el apoyo y en la fuerza de su marido. Leo suspiró. Rosa se arrodilló junto a él con renovada preocupación y le abrazó acariciándole la nuca.

—Ya te he dicho varias veces que últimamente exageras con el trabajo.

—Tonterías, Rosa. Hago lo mismo que llevo haciendo los últimos quince años.

—Pero ya no eres tan joven como hace quince años.

—Venga, Rosa, por favor, que estás hablando como si estuviera para el retiro.

—Bueno, el caso es que no puedes dormir, ¿no? Eso será por algo, digo yo.

—Patricia no ha vuelto a casa todavía, ¿sabes?

El enfado de Rosa se trocó en sobresalto, pero sólo fue un instante.

—¿Qué hora es? —mientras la pregunta brotaba automáticamente de sus labios, sintió que conocía la respuesta—. Pero por favor, Leo, si sólo son las dos.

—Ya están bien las dos para la niña.

—Le dijimos que podía quedarse hasta las dos y media, Leo.

—No, fuiste tú quien lo dijo. A mí me parece que es una exageración.

—¿Pero con qué me sales ahora? Claro que se lo dije yo, pero tú estabas de acuerdo. No me parece una exageración para nada. Sabes que ya le recorté una hora, ella quería volver a las tres y media.

—Pues yo creo que es normal que me preocupe que mi hija de catorce años esté en la calle a las dos de la mañana, ¿no? A saber lo que se puede encontrar por ahí.

—¡Lo que se puede encontrar por ahí! —Rosa miraba a Leo con asombro; él nunca había sido un padre especialmente protector, era demasiado sensato para eso—. ¿Pero qué quieres que se encuentre?

—Qué sabrás tú de la cantidad de hijos de puta que hay por el mundo.

Ahora sí se asustó Rosa. No fue solamente por el vocabulario áspero, desacostumbrado, sino sobre todo porque la voz de Leo se había quebrado al acabar la frase y ella recordó los sollozos que había creído oír en sueños y que la habían hecho despertar. ¿Habría llorado Leo realmente? ¿Era posible que todo aquello fuera debido a la preocupación por Patricia? Es cierto que la quería muchísimo, pero no era propio de Leo despotricar así contra el mundo, tal vez porque él mismo era demasiado bueno para imaginarse verdaderamente la maldad ajena. Y, en veinte años, Rosa jamás lo había visto llorar.

—Anda, Leo, cuéntame qué te pasa. Cuando nos hemos ido a la cama estabas bien, algo tiene que haber ocurrido —Leo parecía tan vulnerable, con la cabeza agachada sobre el pecho, extraño y tembloroso como la víctima desconocida de un accidente—. ¿De qué tienes miedo?

—Es que Patricia es tan joven —la voz de Leo era casi un plañido—. No hago más que pensar que le puede pasar algo. Oh Dios, Rosa, si yo lo hubiera sabido...

Un silencio angustioso.

—Ahora cada vez que ella salga por ahí, cada vez, pensaré en esto. Y por una gilipollez como esa, Dios, Dios. Si lo hubiera sabido. Si hubiera podido imaginarlo.

—Pero Leo... —no se atrevía casi a respirar, no entendía nada, estaba sumergida en un mar de helada acidez—. ¿Qué es, Leo, qué ha pasado?- por la mente de Rosa pasaron enloquecidas imágenes de telefilm, sucesivamente aterradoras: Leo implicado en asuntos turbios, Patricia amenazada por desconocidos secuestradores sedientos de venganza. ¿Cómo podían asaltarla, con tanta naturalidad, aquellas ideas horrorosas sobre el hombre que amaba?

—Fue una chiquillada, no fue un delito ni nada de eso, no fue nada malo.

Rosa esperó.

—Pasó antes de conocernos tú y yo, yo tenía veinte años... no, veintiuno –Leo no la miraba a la cara y parecía creer que la precisión en los detalles le daría serenidad—. Una noche salimos por ahí y les dimos un susto a unas crías.

Silencio de nuevo.

—Un susto. ¿Qué clase de susto?

—Pues nada, ya sabes lo que pasa. Bebes de más, estás borracho y haces el idiota —pasaron dos o tres minutos—. Bueno, no estábamos borrachos del todo— nueva parada, se arrancaba las palabras del pecho—. Estábamos animados, eso sí. No sé cómo fue, a Antonio le gustaba una chica que no le hacía caso, y una cosa llevó a la otra, empezamos a hablar de lo falsas que son las mujeres, de cómo se aprovechan cuando te encoñas.

—Leo, por favor...

—Te lo cuento tal como fue, ésa era la forma en que hablábamos entonces. Una cosa llevó a la otra, ya digo, de un recuerdo malo a otro peor, todos fuimos pensando en algún agravio que tuviéramos o que imagináramos tener. Y después salimos a la calle y nos cruzamos con una pandillita, unas crías de Instituto, y nos paramos con ellas.
» Ellas eran seis y nosotros cinco. Estaban bastante bien. Las invitamos a irnos juntos por ahí, nosotros llevábamos dos coches y nos montamos todos para ir al Woody, que entonces estaba de moda. Pero en vez de llevarlas allí, nos desviamos y nos metimos por un camino rural y subimos para la parte alta del monte, a un sitio solitario.

—Por favor, Leo, por favor —las lágrimas habían empezado a rodar por la cara de Rosa.

—No les hicimos nada, te lo juro, Rosa, te lo juro. Les dijimos que salieran de los coches, no las tocamos. Las hicimos ponerse en fila, igual que si estuvieran en una formación, y uno cogió la barra de seguridad y se puso a dejarla caer contra la palma de su mano como en las películas malas, y todos sonreíamos y Javier dijo: «Y ahora ¿qué?».

«Y ahora ¿qué, putitas?», ésas fueron las palabras exactas de Javier, resonaban en la cabeza de Leo desde hacía horas. Llevaba horas y horas viendo la escena una y otra vez. La cara de las crías, el llanto que empezó en un extremo y se contagió a toda la hilera, la sonrisa de los otros y su propia sonrisa. Sólo que ahora, tantos años después, cuando los ojos de su recuerdo miraban hacia el final de la fila, el rostro lloroso de Patricia lo golpeaba como un puño gigantesco.

—No les hicimos nada, te lo juro. Las insultamos un poco, eso sí, pero ni tocarlas. Las amenazamos, pero no las tocamos, te lo juro por Dios.

—Entiendo. Sólo les disteis un susto de muerte, nada más. Nada más.

Rosa se había puesto de pie y no lo miraba. No quería seguir escuchando a Leo. Presionó el botón del reproductor, y los primeros acordes del «Nessun dorma» se oyeron de nuevo. Leo guardaba silencio, pero se adivinaba en su respiración el ansia de liberarse de aquello.

—Una de ellas —cada vez era más apagada su voz, casi irreconocible; le costó otros cinco minutos acabar la frase— se meó encima, y nos reímos —en el recuerdo de Leo, las carcajadas eran como una rabiosa orquesta que se fundía ahora con la voz del tenor—. Pero eso fue todo, después las metimos en el coche y las llevamos a casa. No las tocamos. No las tocamos.

Leo lloraba por fin abiertamente, pero Rosa no se volvió hacia él. Seguía mirando por el ventanal, igual que Leo había mirado durante Dios sabe cuánto tiempo antes de que ella se levantara. Arriba, en su dormitorio, sonó el timbre del despertador: las dos y media. Repentinamente sintió, como él debía de haber sentido desde hacía tiempo, que el momento de la expiación había llegado. Se imaginó a sí misma, de pie en una comisaría con el estómago encogido, esperando para escuchar lo peor. Vio la cara ingenua de su hija como si fuese la última vez, y sintió los largos años de pérdida que ya no podría compartir con aquel desconocido cruel y ahora sollozante, cuya cercanía le daba náuseas. Después, la imagen se borró, y entonces pudo advertir en la distancia las luces del taxi que traía a Patricia, puntual, de vuelta a casa.

Publicado: 20 Jul 2004 05:42
por Cíclope Bizco
Me pasmo de gozo, un vástago concebido en el peor de lo más truculentos abscesos de suplicio estomacal.

Ay, Dolorcín, estarás exultante y orgulloso, tu prole medra entre arrumacos de Almudena Grandes y Corín Tellado.

Mi dilecta Señorita X, yo, que asumo y presumo de mi rol del Caballero del Exabrupto Discursivo, encuentro en sus relatos buena madera de Premio Planeta. Quizás, para avivar sus llamas.

No es exactamente una galantería, con objetividad, el discurrir de sus renglones es fluido y no se remansa en farragosos meandros literarios. Las evocaciones del certero imaginista habitan un parco anecdotario que le cede cuerpo a su historia.

A tomar pol'culo con Dragó. (drago)

¡En este lerdo país se ha impuesto una literatura homogenizada, insípida y aguada como leche desnatada!

La dietética ponzoña de los mass media nos atiborra de planteamientos light hasta hacer que nos desnutramos intelectualmente. Yo tengo morbidez imaginativa y adiposidad del librepensador de buffet libre. El engullidor antidogmático que se caga, allí dónde su albedría le marca, sobre las presuntas entelequias de cineastas, dramaturgos y bellacos endomingados con un pase al bestselerismo del Premio Planeta.

P.D. Un besi, que me ha gustado; de aquí a un coloquio, en Versión Española, con la Cayetana Guillén Cuervo hay una cámara super 8 y muchas cervezas invitadas a tus amigos más mendaces y que no les importe mentir con descaro delante de ella a lo Lars Von Trier.