
La Edad Dorada del Vídeo Club 1ª Parte
Recuerdo aquellos tiempos en que un extraño artefacto entró en nuestras vidas y las cambió para siempre: el vídeo. Su implantación fue sencillamente vertiginosa. Quien no tenía un video en casa estaba condenado a quedarse fuera del 90% de las conversaciones: apasionantes discusiones al mejor estilo futbolístico sobre la conveniencia de comprar un vídeo Beta o un VHS. Los partidarios del Beta eran defensores de la calidad, fieles seguidores del axioma "lo barato sale caro", y tenían planeado amortizar su Beta en breve tiempo. Los del sector VHS (la mayoría) se complicaban menos la vida: compra semanal en Continente, y el video más barato posible. Existían algunos estraños sujetos que hablaban de un ignoto sistema 2000, pero se les solía mirar como si vinieran de Marte (¿quién sabe?).
Como suele ocurrir en estos casos, los amantes del Beta se quedaron colgados con su precioso aparato, víctimas de un poco previsor elitismo. El VHS come-películas y dobla-cintas compensó su menor calidad con un arma muy de peso en la España de entonces: era barato. Nadie, salvo tal vez Mulder y Scully, conoce el paradero final de aquellos sospechosos individuos que hablaban del vídeo 2000. Hubo una oleada de avistamientos OVNI en aquellos años...¿casualidad?
Cuando todo el mundo tenía un majestuoso reproductor de vídeo en el salón de casa (o en la habitación si eran solteros...que los guarretes son los primeros en sacarle utilidad a estas cosas), hacía falta carnaza con la que alimentar a la fiera. Ya les hemos vendido el vídeo...¡ahora alquilémosles las películas!
Proliferaron como hongos los video-clubs, en medio de una enfermiza fiebre no igualada ni siquiera por el "boom" de los "todo a 100" y los restaurantes chinos juntos. Llegaron a haber casi tantos videoclubs como bares (¡que ya es decir!), y como suele pasar, había de todo, y casi todo bien cutre.
Recuerdo que en mi barrio amaneció un buen día y, allí donde hubo una frutería o un local desocupado por la crisis económica, había surgido, como por arte de magia, un videoclub. Resultaría imposible hacer una descripción que refleje fielmente el irresistible glamour arrabalero de aquellos maravillosos antros. Alguno de ellos (pocos) fue puesto en marcha por el típico empresario escrupuloso, que se había preocupado de decorar el lugar de forma presentable, y que llevaba un eficiente sistema de registro de películas y clientes, donde cada cinta tenía un cartoncito, etc etc.
Desde luego esto, tan común hoy en día, era la excepción. Abundaban los videoclubs tamaño urinario de taberna, donde no podían pasar dos personas a la vez entre estantería y estantería, y donde uno podía alquilar cada título acompañado de su correspondiente carátula original: algo dudosamente higiénico, dado el estado de las carátulas, pero terriblemente adictivo. En mi barrio habían varios de estos.
Recuerdo con especial cariño uno, regentado por un mega-horterón de historial más que dudoso, con un cierto parecido a Ron Jeremy. Vestía invariablemente con camisas hawaianas (¿de dónde las sacaría en aquella época?), y poseía ese teatral don de gentes que confieren los largos años de práctica del tocomocho. Era un verdadero placer pedirle recomendaciones sobre cualquier película. Uno iba, cogía una cinta cualquiera al azar, se la enseñaba, y su entusiasta respuesta era siempre la misma: "Es un peliculón". Uno, en su ingenuidad infantil, pensaba que el amor del tipo por el séptimo arte alcanzaba cotas sadomasoquistas, cuando calificaba de "peliculón" engendros del calibre de "Muerte en la estación Z" o "Noche de paz, noche de muerte". Sin embargo, resulta imposible no recordarle con cariño, pese a sus innumerables mentiras, porque era un personaje digno de comedia italiana de los 80. Un buen día, la persiana de su videclub apareció bajada, y así siguió durante mucho tiempo. Hoy en día vuelve a haber una frutería en su lugar (¿progreso? ¿involución?). ¿Por qué desapareció tan repentinamente? No dio tiempo ni a devolverle las películas recién alquiladas. Tal vez huía de sus acreedores, quién sabe. Me pregunto qué habrá sido de él. ¿Se habrá puesto un consultorio de videncia? ¿estará en la cárcel? ¿fue a abrir nuevos horizontes comerciales a Rumania? Daría cualquier cosa por encontrármelo en el ascensor de algún hotel, un encuentro casual a lo "Nueve reinas". Le preguntaría "Eh, amigo, ¿ha visto la nueva película de Ginger Rogers? ¿Qué tal es?". Estoy convencido de que los atávicos resortes grabados en su cerebro le impulsarían a contestar, instintiva e inmediatamente: "¡Es un peliculón!". Los artistas como él lo llevan en la sangre hasta la tumba.
La compulsiva proliferación de videoclubs y el frenético aumento de la demanda, hicieron que surgieran todo tipo de distribuidoras de material, que editaban en vídeo cualquier cosa (literalmente) de la que pudiesen comprar los derechos. De este modo, los expositores de películas rebosaban de variadísimo material, aunque no eran la filmografía de John Ford precisamente. Habían algunos subgéneros (nunca más apropiado lo de "sub") que predominaban especialmente: el terror (toneladas de gore y asesinatos de universitarias en braguitas), las artes marciales (llegué a toparme, en un mismo club, con tres ediciones distintas del mismo film de Bruce Lee...¡a eso se le llama mercado libre!), los telefilms 100% "estrenos TV" reconvertidos (la misma gente que no quería ni ver "estrenos TV" los alquilaba como locos sólo por el placer de alquilar), las comedias estudiantiles yankees (donde se colaba siempre una inefable saga de teenager-films israelíes), las entrañables mamarrachadas del destape italiano (con "Jaimito" a la cabeza), los "spaguetti-western" (que en muchos casos, reconozcamos nuestra responsabilidad nacional, no eran sino puro "gazpacho-western"), las películas cutre-eróticas estilo "Emmanuelle", la concienzuda edición de todo el amplio espectro de la españolada (desde Joselito hasta Ozores, pasando por Martínez Soria, Marisol, Landa, Pajares y Esteso, hasta la "neoespañolada post-movida" estilo "El Pico" y "El torete", que encontró en el vídeo un dañino medio de propagación infecciosa) etc etc.
Por descontado, la industria del porno plantó su pica en Flandes, y aunque ningún film X tiene -ni de lejos- el interés antropológico de "El Ete y el Oto" (¿realmente ha evolucionado el ser humano?), no se puede negar que, desde un punto de vista estrictamente económico, constituyó la columna vertebral financiera de toda la incipiente industria del "vidrio". Es más, en muchos videoclubs, ni siquiera existía un cuartucho prudentemente cemuflado por una púdica cortina, y los films X estaban ahí expuestos, a la vista de cualquier niño. En un descuido de los papás, cualquier mocoso podía mirar la carátula de "Óscar, Kina y el Láser", y al segundo siguiente contemplar boquiabierto la innecesariamente ilustrativa portada de "Batalla de leche materna en el Crucero de las Tetas Gigantes". Hoy en día, una negligencia similar acabaría con el dueño del videoclub en la cárcel y en la sección de sucesos del programa "Gente" de TVE, pero en aquellos tiempos lo de la corrección política no estaba muy de moda. Debía ser porque los padres aún se preocupaban de acompañar a sus hijos y tratar de saber en qué ocupaban estos su tiempo.
Pero, por fortuna, no todo era pornografía y artes marciales. Entre toda la morralla que se editaba constantemente con un ritmo de producción estaliniano, uno encontraba verdaderas joyas que, por uno u otro motivo, destacaban del resto, y proporcionaban una sólida formación cultural con la que afrontar un futuro de garantías y convertirse en un ciudadano de provecho.
2ª Parte
Había que buscar, claro. Las cintas se apelotonaban desordenadamente en las estanterías, lo cual por supuesto hacía del paseo por el videoclub un placer inigualable, comparable a una reverencial visita al Museo del Prado. Había en mi barrio un videoclub que era de los tres más grandes de entonces. Hoy en día existe todavía, pero sólo porque ha sido remodelado. Ahora es como cualquier otro negocio standard. Pero por entonces era un Eldorado del videoarqueólogo: en algunos de sus rincones, se amontonaban, desde el suelo hasta el techo, dos metros y medio de toda clase de alucinógenos títulos. Uno podía rebuscar hasta el fondo, donde, entre telarañas, encontraba polvorientas películas de dudosa procedencia, olvidadas incluso por los propios dueños del videoclub.
Aquel lugar se ajustaba rígidamente al concepto "autoservicio": los clientes manoseaban las películas a su gusto y las dejaban donde les venía en gana, sin ningún criterio de orden, limpieza, estética geométrica o facilitamiento del tránsito a pie. Curiosamente, este video club sí disponía de una estancia apartada dedicada al cine X, aunque no era muy discreta: estaba separada del resto por una puertecita batiente como las de cualquier "saloon" del oeste americano. La puertecita era minúscula, y protegía tanto la intimidad del cuartito como poner una bolsa de Carrefour a modo de cortina. Para más inri, cada vez que alguien entraba o salía, la puerta emitía un sonoro chirrido, con lo que todo el mundo se giraba hacia allí para desconcierto y sonrojo del erotómano desprevenido. Ni que decir tiene que la sección X de este videoclub era la menos visitada de todo el barrio. Quizá por ello, aparecía más ordenada, mientras en el resto del videoclub reinaba el más absoluto caos. Sólo he visto en mi vida otro videoclub aún más desastroso y casposo que este: en una callejuela del centro de la ciudad, rodeado de junkies y prostitutas de sesenta años, había un diminuto videoclub (por llamarlo de alguna manera) en el que las películas estaban desparramadas en unos cajones como calcetines en las rebajas del Corte Inglés. Era un lugar oscuro y decadente, con las paredes llenas de grietas, situado en el bajo de una de estas viejas fincas repletas de ratas que hasta a los "okupas" les daría arcadas. Encontré este videoclub de casualidad (el cartel que lo anunciaba al mundo no hubiera destacado en Las Vegas precisamente) mientras caminaba por aquella callejuela, temiendo por mi pellejo y preguntándome cómo coño podía haberme perdido en aquel cochambroso lugar. En aquel cuchitril, el cliente sencillamente entraba y revolvía los cajones hasta encontrar algo que le interesase, si es que conseguía ver algo en aquella penumbra digna de una novela de Poe. Si uno hacía mucho ruido, se encontraba con la ceñuda mirada del dueño, un siniestro y silencioso Norman Bates que tenía a su lado un buen pilón de revistas porno, que al parecer constuían su gran entretenimiento en los largos intervalos de inactividad que conllevaba atender aquel negocio allí. Aquel lugar debía medir dos metros de ancho por tres de largo, con lo que había lugar para la tarima del dueño, un par de cajones, y dos clientes como mucho, mientras no fueran muy corpulentos. En los cajones se mezclaban las películas de acción y terror con chocantes carátulas de zoofilia y sadomasoquismo. Al tipo no pareció preocuparle que yo fuese menor de edad y pudiera sufrir un shock ante aquellas desagradables portadas, sino tan sólo que me mantuviese calladito y sin hacer ruido. Al final, llegué a tenerle más miedo a él que a los heroinómanos que pululaban por el exterior, así que abandoné el lugar y nunca volví. Hoy en día, que soy más mayor y experimentado y me he visto en situaciones de lo más pintoresco, no comprendo cómo pude dejar escapar aquel antro sin hacerle por lo menos unas cuantas fotos, para que alguien me crea cuando lo describo en detalle. Hoy ya no existen lugares así. Sigo preguntándome qué demonios pretendía aquel inquietante sujeto instalando una ratonera así en semejante calle. ¿Quería hacer clientela entre las viejas gordas que, sentadas en sillitas a la puerta de sus casas, mostraban al mundo sus encantos? Nunca lo sabré. Eso sí, desde entonces tuve cuidado de no volver a perderme por callejones céntricos, aunque dudo que hubiese vuelto a encontrar un videoclub más enigmático y siniestro que aquel.
Contrariamente a este lugar de pesadilla a donde nunca volví, los videoclubs de mi barrio, si bien a menudo rallaban en lo cochambroso, no estaban regentados por psicópatas ni estaban situados en lugares peligrosos. Por ello pude visitarlos a menudo. No fui realmente un usuario compulsivo, y no les presté la atención que merecían. Dejé escapar docenas de joyas videográficas que podría haber comprado por cuatro duros (por entonces si uno quería comprar una película al dueño, era algo tan simple como comprar un kilo de cebollas, se lo decía y ya está: el dueño ni siquiera tenía que dar de baja la cinta en su registro, puesto que normalmente ni sabía que aquella cinta estuviese en su videoteca). En aquel momento no supe apreciarlas, y mis visitas al videoclub eran ocasionales y despreocupadas, porque tenía muchos otros entretenimientos en que pensar. No obstante, me sirvieron para introducirme en mundos maravillosos como el del "peplum". Había un videoclub en concreto en el que un simple vistazo de cinco minutos bastaba para localizar media docena de clásicos como "Taur el Guerrero", "Coriolano, hombre sin patria" o cualquiera de la saga "Maciste" ("Maciste contra los vampiros", "Maciste contra los tártaros", etc etc).
Pero el mejor lugar para escarbar en busca de excentricidades era aquel videoclub de la puerta que chirriaba y las columnas de videos polvorientos. Allí entré en contacto con filmes que, si bien eran conocidos en el extranjero, en España eran misteriosos y pecaminosamente underground. Títulos como "Holocausto Caníbal", un "documental" gore que recogía supuestas "matanzas reales", que había tenido cierto éxito en los USA o "Mal Gusto" me sirvieron para comprobar que el mundo estaba mucho más jodido de la cabeza de lo que podría haber llegado a imaginar. En aquel videoclub encontré de todo: desde cintas con reportajes sobre Jim Jones y el suicidio ritual de Jonestown, hasta simpáticos "mixes" de accidentes automovilísticos, sin olvidar recopilaciones de Heavy Metal, films "softcore" españoles de la transición como "La Caliente Niña Julieta y las Lesbianas" o extrañas películas con doblaje mexicano que aleccionaban al espectador sobre no muy recomendables cultos evangélicos; incluso documentales sobre el III Reich de un rigor histórico poco menos que discutible (¿pero quién demonios editaba aquellas aberraciones? Es un misterio: la cuestión era atiborrar al hambriento mercado con cualquier bazofia en formato videocassette).
En aquellos videoclubs, la idea de un registro computerizado de cintas y clientes pertenecía al campo de la ciencia ficción. Uno cogía cualquier película en su carátula, se la llevaba al dependiente, éste apuntaba el título en su libreta de clientes y arreglado. Por entonces la SGAE debía parecerse menos a la Gestapo que hoy en día, pues no había videoclub -al menos en mi barrio- con menos de un 30% de películas piratas (y tirando muy por lo bajo). Carátulas fotocopiadas, y cintas en las que, si uno esperaba al final, comprobaba que la película que acababa de ver estaba grabada directamente sobre otra. Las sorpresas que podía encontrarse al final de las cintas eran de lo más variopinto: un telediario de meses atrás, una recopilación de apariciones de "La Bombi" realizada por algun fan (cosa que agradecí, no lo voy a negar), ¡incluso un fragmento de porno gay! (cosa que agradecí bastante menos, tampoco lo voy a negar) Desde luego, todo un canto al "copyright". ¿Cómo y a quién compraban aquellos videoclubs las películas? Desde luego no eran entregas por catálogo de importantes distribuidoras multinacionales. Imagino más bien que las compraban a peso, o "a tanto la caja grande de cintas". Supongo que las sacaban de la caja, y las repartían por las estanterías sin tomarse el trabajo de registrarlas y clasificarlas. Luego los clientes que estrenaban reproductor de vídeo se encargaban del resto: manoseándolas, desordenándolas, incluso cambiando las verdaderas películas por cualquier grabación absurda que "devolvían" dentro de la carátula original.
Obviamente, esta ultra-cutre forma de administrar un videoclub no podía perdurar en el tiempo. Pasada la fiebre inicial, muchos de estos locales comenzaron a cerrar. Sólo permanecían los que se habían ido sofisticando: un completo registro de películas, un ordenador, fundas para alquilar las cintas y preservar así el buen aspecto de las carátulas originales...Además, supongo que se vieron presionados a respetar el "copyright" y a adquirir las películas por vía legal: nada de comprar vídeos a granel. Todo se fue sofisticando y uniformizando.
Hoy vivimos ya en plena era "Blockbuster". Los videoclubs son prácticamente calcados unos de otros: las mismas películas, las estanterías obsesivamente ordenadas, todo pulcro, previsible y horrorosamente vacuo...ya no hay rincones polvorientos ni estanterías con doble fondo de donde rescatar cintas dejadas de la mano de Dios. No puede entrarse en ellos esperando encontrar alguna sorpresa: ¡eso es imposible! Estoy seguro de que cada uno de vosotros podría entrar a ciegas en cualquier club donde nunca haya estado, y enumerar qué titulos se alquilan, qué títulos tienen más copias, qué títulos están situados junto a qué otros títulos...deprimente. Uno se pasea durante largos ratos mirando los expositores con expresión de tedio total, tratando de encontrar alguna carátula que llame su atención, que le provoque hilaridad o morbo, por la que merezca la pena pagar los x euros del alquiler. Ha perdido la costumbre de mirar bajo las góndolas o tras los pilares, por si encuentra allí algun pequeño tesoro oculto. Las caras en las portadas son siempre las mismas: los mismos actores, los mismos estilos. Incluso las películas de serie B han perdido todo su encanto: son producciones concebidas directamente para el vídeo, y pensadas para un público treceañero con más volumen de acné que de cerebro: ya no hay delirantes carátulas repletas de psicotrópicas sinopsis. Los videoclubs se han deshecho de todas sus viejas cintas (¿por qué? ¿a dónde han ido a parar? ¿las han reciclado para fabricar alfombrillas de automóvil?), lo cual equivale casi a un segundo incendio de Alejandría: ¡cuánto maravilloso material se habrá perdido por la indiferencia y desidia de los gerentes de videoclub, más preocupados por llenar sus estanterías de "Stallones" y "Kim Basingers"!.
Sólo queda la esperanza de que en los almacenes de alguna remota emisora local, o en la videoteca de algún freak antisocial, haya una buena colección "vintage" de aquellas primerizas y cochambrosas ediciones videográficas. Si hay alguien por ahí que en su momento fue lo bastante inteligente y previsor, y adquirió algunas de aquellas estrambóticas cintas, de esas que ya nunca estarán en la estantería de algún videoclub, que no se lo calle.