Atracción
Publicado: 16 Ago 2006 03:55
El padre de Sofía era geólogo y eso provocó que durante varios años su familia viajara con él allá donde le llevaban los estratos, minas e incipiente civilización, como decían sus jefes cuando encontraban yacimientos valiosos en tierras de tribus que pocas veces habían visto al hombre blanco. Durante la infancia y juventud de Sofía recorrieron el sur y este asiáticos y cientos de kilómetros de la costa africana, viviendo en decenas de lugares con distintos olores y sabores. El trabajo de su padre no llevaba más de unos meses en cada estación y así Sofía pudo familiarizarse con un gran número de culturas diversas y personas diferentes.
Los viajes se acabaron cuando ella cumplió quince años y enfermó en una aldea situada en las entrañas de la jungla africana. Los sanadores de la zona después de observarla, comunicaron a la familia que sufría el llamado “mal de la seducción“. Ante tal nombre, los padres de Sofía escandalizados y al ver que su hija empeoraba rápidamente, no dejaron que los curanderos hicieran nada y emprendieron el regreso a Europa para que la ciencia moderna encontrara el remedio para salvar a su hija.
Sofía se salvó de puro milagro. El viaje fue largo pero gracias a que siempre había disfrutado de buena salud, consiguió llegar con el tiempo justo para que los científicos, después de examinarla y hacerla todas las pruebas necesarias encontraran el tratamiento que la haría sobrevivir. Sufría una extraña enfermedad en la sangre, su cuerpo perdía hierro y otros metales necesarios para la vida y la única manera de que se mantuviera estable y no los desechara era consumiendo, en proporciones adecuadas, óxido ferroso también conocido como magnetita. Sin embargo el tratamiento que debía seguir durante toda su vida no sólo consistía en eso. Según informaron los médicos, químicos y biólogos que examinaron a Sofía, los imanes naturales pueden perder sus propiedades si se someten a altas temperaturas, ese punto se conocía como “La Temperatura de Curie” y dependía del material que formara el imán. Sofía era el imán más extraño que había existido y su Temperatura de Curie era desconocida. Tras semanas ingresada en las que los médicos, completamente fascinados, examinaban a Sofía, se llegó a la conclusión de que el problema era más grave de lo que habían pensado. Cualquier subida de su temperatura, por mínima que fuera causaba estragos en su organismo y a pesar de aumentar la dosis de magnetita no recuperaba la salud hasta volver a las condiciones normales de calor corporal.
Después de que saliera del hospital, los padres de Sofía se mudaron al norte, a un clima estable y con pocas variaciones. Después de unos años, cuando Sofía dejó de ser niña se independizó y a su pesar decidió dejar la ciudad y trasladarse a otra de la misma latitud, algo que tuvo que repetir muchas más veces. Durante toda su vida se cuidó de las enfermedades y sólo pasó dos resfriados en más de veinte años pero esa precaución no fue la más agobiante ni la que le dio más quebraderos de cabeza.
Sofía era una mujer de mediana altura, de ojos y pelo oscuro y una figura proporcionada. Muchos habrían alabado su belleza en poemas y canciones pero tantos otros la habrían olvidado segundos después de haberse topado con ella. Sin embargo, esto último nunca fue así. Ningún hombre ni mujer con los que se cruzó volvió a olvidarla jamás pero tampoco ninguno pudo acercarse lo suficiente como para conquistarla o pasar el tiempo necesario a su lado para poder intentarlo. Sofía atrapaba a primera vista, en cuanto la veías ya fuera de pie, sentada o caminando ya quedabas atrapado y cuanto más tiempo permanecías a su lado más se retorcían tus entrañas. Era una obsesión, una droga, una adicción que desesperaba más cada segundo que pasabas cerca de ella. Nunca fue una persona antipática, intentaba tratar a todo el mundo con amabilidad pero pronto comprendió que no tenía más remedio que convertirse en alguien distante y hacerse amiga de la soledad. No podía dejar que el calor que pudiera producir la compañía de alguien alterase su cuerpo aunque lo deseara en cientos de ocasiones. Sofía durmió sola hasta el día de su muerte.
La única persona con la que coincidía a menudo era el dependiente de la tienda de minerales de la ciudad en la que vivía en ese momento y que se preguntaba cómo una chica tan extraña podía hacerle desconcentrarse tanto de su interesante trabajo. Dos veces a la semana traspasaba la puerta del local y se marchaba con una bolsita llena de limaduras de magnetita. Mientras las personas con las que se había cruzado por la calle esa mañana se miraban atónitas al espejo, sin verse reflejadas, sin poder borrar el recuerdo de su presencia, Sofía en su casa mezclaba en la cazuela imanes con patatas, pollo o judías y se sentaba a comer sola.
Los viajes se acabaron cuando ella cumplió quince años y enfermó en una aldea situada en las entrañas de la jungla africana. Los sanadores de la zona después de observarla, comunicaron a la familia que sufría el llamado “mal de la seducción“. Ante tal nombre, los padres de Sofía escandalizados y al ver que su hija empeoraba rápidamente, no dejaron que los curanderos hicieran nada y emprendieron el regreso a Europa para que la ciencia moderna encontrara el remedio para salvar a su hija.
Sofía se salvó de puro milagro. El viaje fue largo pero gracias a que siempre había disfrutado de buena salud, consiguió llegar con el tiempo justo para que los científicos, después de examinarla y hacerla todas las pruebas necesarias encontraran el tratamiento que la haría sobrevivir. Sufría una extraña enfermedad en la sangre, su cuerpo perdía hierro y otros metales necesarios para la vida y la única manera de que se mantuviera estable y no los desechara era consumiendo, en proporciones adecuadas, óxido ferroso también conocido como magnetita. Sin embargo el tratamiento que debía seguir durante toda su vida no sólo consistía en eso. Según informaron los médicos, químicos y biólogos que examinaron a Sofía, los imanes naturales pueden perder sus propiedades si se someten a altas temperaturas, ese punto se conocía como “La Temperatura de Curie” y dependía del material que formara el imán. Sofía era el imán más extraño que había existido y su Temperatura de Curie era desconocida. Tras semanas ingresada en las que los médicos, completamente fascinados, examinaban a Sofía, se llegó a la conclusión de que el problema era más grave de lo que habían pensado. Cualquier subida de su temperatura, por mínima que fuera causaba estragos en su organismo y a pesar de aumentar la dosis de magnetita no recuperaba la salud hasta volver a las condiciones normales de calor corporal.
Después de que saliera del hospital, los padres de Sofía se mudaron al norte, a un clima estable y con pocas variaciones. Después de unos años, cuando Sofía dejó de ser niña se independizó y a su pesar decidió dejar la ciudad y trasladarse a otra de la misma latitud, algo que tuvo que repetir muchas más veces. Durante toda su vida se cuidó de las enfermedades y sólo pasó dos resfriados en más de veinte años pero esa precaución no fue la más agobiante ni la que le dio más quebraderos de cabeza.
Sofía era una mujer de mediana altura, de ojos y pelo oscuro y una figura proporcionada. Muchos habrían alabado su belleza en poemas y canciones pero tantos otros la habrían olvidado segundos después de haberse topado con ella. Sin embargo, esto último nunca fue así. Ningún hombre ni mujer con los que se cruzó volvió a olvidarla jamás pero tampoco ninguno pudo acercarse lo suficiente como para conquistarla o pasar el tiempo necesario a su lado para poder intentarlo. Sofía atrapaba a primera vista, en cuanto la veías ya fuera de pie, sentada o caminando ya quedabas atrapado y cuanto más tiempo permanecías a su lado más se retorcían tus entrañas. Era una obsesión, una droga, una adicción que desesperaba más cada segundo que pasabas cerca de ella. Nunca fue una persona antipática, intentaba tratar a todo el mundo con amabilidad pero pronto comprendió que no tenía más remedio que convertirse en alguien distante y hacerse amiga de la soledad. No podía dejar que el calor que pudiera producir la compañía de alguien alterase su cuerpo aunque lo deseara en cientos de ocasiones. Sofía durmió sola hasta el día de su muerte.
La única persona con la que coincidía a menudo era el dependiente de la tienda de minerales de la ciudad en la que vivía en ese momento y que se preguntaba cómo una chica tan extraña podía hacerle desconcentrarse tanto de su interesante trabajo. Dos veces a la semana traspasaba la puerta del local y se marchaba con una bolsita llena de limaduras de magnetita. Mientras las personas con las que se había cruzado por la calle esa mañana se miraban atónitas al espejo, sin verse reflejadas, sin poder borrar el recuerdo de su presencia, Sofía en su casa mezclaba en la cazuela imanes con patatas, pollo o judías y se sentaba a comer sola.