Ciqlot nº 9
Publicado: 08 Jun 2006 23:40
Ciqlot nº 9
Ciqlot nº 9.
El número nueve de la calle Ciqlot es el extremo de una hilera de viviendas de dos pisos para obreros, flanqueada por sendas carreteras.
Visto desde aquí, el número nueve de la calle Ciqlot es un bloque sucio que se alza solo entre dos calles desiertas.
La fachada es marrón y estrecha. Apenas caben dos ventanas en la planta de arriba y una puerta y otra ventana en la planta baja. Para entrar hay que abrir la verja de hierro, sortear los pañuelos de papel sucios que ruedan por el suelo, no dejarse arañar por las ramas de las malas hierbas que han trepado verja arriba, ignorar el estrecho callejón entre edificio y verja donde se acumulan años de envases no biodegradables y hojas secas, subir los escalones de piedra, abrir el portal con la llave de todos los días y adentrarse en el calor.
A estas horas, Margueritte -ceño fruncido, bujanda roja hasta la nariz, bolso de un hombro, bolsa de la compra de la otra mano, andar contra el viento, sujetarse el revoloteo del abrigo- se dirige a su casa: a Ciqlot nº 9.
Yo estuve en Ciqlot nº 9. Miré a ambos lados de la calle antes de cruzar, y vi, como ahora, apenas dos o tres personas dispersas, cada una inmersa en su abrigo y dirigiéndose a sus Ciqlot nº 9 particulares.
Yo sé lo silencioso que estaba el barrio. Sé qué tacto tiene la pintura negra vieja de la reja, cómo cruje la tierra, lo sucio que está el callejón, cómo huele a orines, y que son tres escalones de piedra los de la entrada. Sé cómo ya huele justo antes de entrar, y el calor que hay dentro de Ciqlot nº 9, a pesar de todo. A pesar de la fachada desolada.
Yo conozco a Margueritte y sé por qué frunce, y qué se remueve tras ese ceño.
De niña Margueritte se asomó a la gran cubeta de una máquina de hacer chicle de fresa. Siempre girando, plegándose sobre sí misma la masa rosa eternamente.
Y a estas horas Margueritte no se da cuenta de que ella misma es máquina de fabricar chicle, dándole vueltas y más vueltas tras su frente a ese dolor de hoy que yo me sé.
No te enfades con el viento, Margueritte. No te enfades conmigo. Yo también tuve que entrecerrar los ojos para no lagrimear. Yo también anduve la acera despoblada. Yo también contemplé, una vez más, la fachada marrón en mitad de la calle, como la palmera en mitad de la isla desierta...
Descansa, Margueritte. En cuanto cierres la verja tras de ti, subas los escalones y entres en casa, verás que te sientes algo mejor, que ya te puedes incluso quitar el abrigo, que te dejas de asomar un rato a la cubeta de la máquina de chicle.
Descansa.
Yo también sé que el nº 9 de la Calle Ciqlot es demasiado real.
Ciqlot nº 9.
El número nueve de la calle Ciqlot es el extremo de una hilera de viviendas de dos pisos para obreros, flanqueada por sendas carreteras.
Visto desde aquí, el número nueve de la calle Ciqlot es un bloque sucio que se alza solo entre dos calles desiertas.
La fachada es marrón y estrecha. Apenas caben dos ventanas en la planta de arriba y una puerta y otra ventana en la planta baja. Para entrar hay que abrir la verja de hierro, sortear los pañuelos de papel sucios que ruedan por el suelo, no dejarse arañar por las ramas de las malas hierbas que han trepado verja arriba, ignorar el estrecho callejón entre edificio y verja donde se acumulan años de envases no biodegradables y hojas secas, subir los escalones de piedra, abrir el portal con la llave de todos los días y adentrarse en el calor.
A estas horas, Margueritte -ceño fruncido, bujanda roja hasta la nariz, bolso de un hombro, bolsa de la compra de la otra mano, andar contra el viento, sujetarse el revoloteo del abrigo- se dirige a su casa: a Ciqlot nº 9.
Yo estuve en Ciqlot nº 9. Miré a ambos lados de la calle antes de cruzar, y vi, como ahora, apenas dos o tres personas dispersas, cada una inmersa en su abrigo y dirigiéndose a sus Ciqlot nº 9 particulares.
Yo sé lo silencioso que estaba el barrio. Sé qué tacto tiene la pintura negra vieja de la reja, cómo cruje la tierra, lo sucio que está el callejón, cómo huele a orines, y que son tres escalones de piedra los de la entrada. Sé cómo ya huele justo antes de entrar, y el calor que hay dentro de Ciqlot nº 9, a pesar de todo. A pesar de la fachada desolada.
Yo conozco a Margueritte y sé por qué frunce, y qué se remueve tras ese ceño.
De niña Margueritte se asomó a la gran cubeta de una máquina de hacer chicle de fresa. Siempre girando, plegándose sobre sí misma la masa rosa eternamente.
Y a estas horas Margueritte no se da cuenta de que ella misma es máquina de fabricar chicle, dándole vueltas y más vueltas tras su frente a ese dolor de hoy que yo me sé.
No te enfades con el viento, Margueritte. No te enfades conmigo. Yo también tuve que entrecerrar los ojos para no lagrimear. Yo también anduve la acera despoblada. Yo también contemplé, una vez más, la fachada marrón en mitad de la calle, como la palmera en mitad de la isla desierta...
Descansa, Margueritte. En cuanto cierres la verja tras de ti, subas los escalones y entres en casa, verás que te sientes algo mejor, que ya te puedes incluso quitar el abrigo, que te dejas de asomar un rato a la cubeta de la máquina de chicle.
Descansa.
Yo también sé que el nº 9 de la Calle Ciqlot es demasiado real.