Amigo
Publicado: 18 Ago 2005 10:28
Mi infancia fue muy cruel.
Pese a que mis padres tenían unas profesiones que deberían haberlos convertido en personas influyentes y bien vistas en la sociedad, por algún oscuro motivo, envidia quizá, eran denostados con frecuencia. Los otros niños rehuían el contacto con mi persona, e incluso a veces, cuando me superaban en número, solían correrme a pedradas hasta que podía refugiarme en la misma puerta de mi casa.
Mi padre era verdugo, una profesión honrosa, decente y muy necesaria. ¿Qué hubiera hecho la gente sin que alguien eliminase a los criminales? Sin embargo, todo pura envidia e hipocresía, la gente se escondía a su paso. Y eso siendo el mejor con el garrote vil, el más fino y virtuoso, me consta, de todos los verdugos. Pasión tenía mi buen padre por los cuellos, tanto que a veces, al amparo de la noche, mataba gallinas, conejos o cualquier otro animalillo de granja de los muchos vecinos, sólo por el gusto de oir crujir los delicados huesos.
Cuando las sospechas caían sobre él, las negaba, aunque sé yo que su buena alma se rebelaba por tener que mentir. La sociedad hubiera debido entender que un virtuosismo como el de mi padre, un perfeccionamiento tal, sólo se podía lograr con práctica en cuellos tiernos.
Mi madre, mi buena madre, tenía un oficio también dignísimo. Era remediadora de males. Ella misma me explicó que ayudaba a la gente a remediar errores que de otra manera, no habría remedio ya. Actuaba de noche y a solas y acudía a casas de mozas que habían tenido un desliz, un error, con algún guapo mancebo y estaban próximas a casar con otro. Si el error era el menos, mi madre cosía con destreza un virgo nuevo, para evitarle sonrojos y vergüenzas a las jovencitas.
Si el error era más grave, mi madre, con ungüentos, cataplasmas o una aguja fina y larga, expulsaba a un inquilino no deseado del vientre que luego había de pasar por virginal.
Aún haciendo este servicio a la sociedad, tenía que aguantar que la llamasen bruja, que la insultasen los buenos cristianos con palabras duras a la luz del día, los mismos a los que luego ella, como alma noble que era, sin sonrojo y sin altivez a su llamada acudía por las noches, y tapada, como si monstruo fuese, entraba por sus casas.
Yo nunca jugué con otros niños, y mi deseo ferviente era jugar con ellos, pero los más pequeños huían de mí, y de los mayores huía yo.
Una tarde, estando yo detrás de unos juncos del rio, por ver si encontraba algún huevo con el que hacerme la merienda, la mujer del carnicero, gorda como un tonel, se metió con las faldas arremangadas en el río y se acuclilló, mirando a un lado y a otro, sin apercibirse de mi, y con temor en su mirada.
Me quedé muy quieto para que no me viera, y muy sorprendido porque era fama que la mujer del carnicero antes se matara que se bañara. Estuvo allí un buen rato, haciendo fuerza dentro del agua, como si hiciera de vientre y después se fue, dejando un bulto bajo el agua, que la corriente arrastraba lentamente.
Cuando se hubo ido y de ello estuve seguro, me tiré al río para ver, y mi sorpresa fue grande cuando vi el bulto más de cerca. Era un bebé, gordozuelo, azulado, con una mata de pelo negro y los ojos grises y muertos. La carnicera grasienta estaba preñada debajo de toda esa grasa sin decirle nada a nadie y con sus cinco hijos ya, había decidido abandonar a este en las aguas, como Moisés, pero se le había olvidado comprar la canastilla.
Dudé un buen rato, pues no sabía si coger al cuerpo del delito y denunciarla, pero pensé que era probable que las tornas se volvieran en contra nuestra, y que incluso acusaran a mi madre, así que abandoné la idea. Sin embargo, esos ojillos que me miraban sin verme me atraían.
Me sentía sólo.
Mis padres se alegraron enormemente porque en tres semanas todos los días volviera mojado y exhausto a casa, contando lo bien que me lo pasaba jugando en el río con mi nuevo amigo.
Pese a que mis padres tenían unas profesiones que deberían haberlos convertido en personas influyentes y bien vistas en la sociedad, por algún oscuro motivo, envidia quizá, eran denostados con frecuencia. Los otros niños rehuían el contacto con mi persona, e incluso a veces, cuando me superaban en número, solían correrme a pedradas hasta que podía refugiarme en la misma puerta de mi casa.
Mi padre era verdugo, una profesión honrosa, decente y muy necesaria. ¿Qué hubiera hecho la gente sin que alguien eliminase a los criminales? Sin embargo, todo pura envidia e hipocresía, la gente se escondía a su paso. Y eso siendo el mejor con el garrote vil, el más fino y virtuoso, me consta, de todos los verdugos. Pasión tenía mi buen padre por los cuellos, tanto que a veces, al amparo de la noche, mataba gallinas, conejos o cualquier otro animalillo de granja de los muchos vecinos, sólo por el gusto de oir crujir los delicados huesos.
Cuando las sospechas caían sobre él, las negaba, aunque sé yo que su buena alma se rebelaba por tener que mentir. La sociedad hubiera debido entender que un virtuosismo como el de mi padre, un perfeccionamiento tal, sólo se podía lograr con práctica en cuellos tiernos.
Mi madre, mi buena madre, tenía un oficio también dignísimo. Era remediadora de males. Ella misma me explicó que ayudaba a la gente a remediar errores que de otra manera, no habría remedio ya. Actuaba de noche y a solas y acudía a casas de mozas que habían tenido un desliz, un error, con algún guapo mancebo y estaban próximas a casar con otro. Si el error era el menos, mi madre cosía con destreza un virgo nuevo, para evitarle sonrojos y vergüenzas a las jovencitas.
Si el error era más grave, mi madre, con ungüentos, cataplasmas o una aguja fina y larga, expulsaba a un inquilino no deseado del vientre que luego había de pasar por virginal.
Aún haciendo este servicio a la sociedad, tenía que aguantar que la llamasen bruja, que la insultasen los buenos cristianos con palabras duras a la luz del día, los mismos a los que luego ella, como alma noble que era, sin sonrojo y sin altivez a su llamada acudía por las noches, y tapada, como si monstruo fuese, entraba por sus casas.
Yo nunca jugué con otros niños, y mi deseo ferviente era jugar con ellos, pero los más pequeños huían de mí, y de los mayores huía yo.
Una tarde, estando yo detrás de unos juncos del rio, por ver si encontraba algún huevo con el que hacerme la merienda, la mujer del carnicero, gorda como un tonel, se metió con las faldas arremangadas en el río y se acuclilló, mirando a un lado y a otro, sin apercibirse de mi, y con temor en su mirada.
Me quedé muy quieto para que no me viera, y muy sorprendido porque era fama que la mujer del carnicero antes se matara que se bañara. Estuvo allí un buen rato, haciendo fuerza dentro del agua, como si hiciera de vientre y después se fue, dejando un bulto bajo el agua, que la corriente arrastraba lentamente.
Cuando se hubo ido y de ello estuve seguro, me tiré al río para ver, y mi sorpresa fue grande cuando vi el bulto más de cerca. Era un bebé, gordozuelo, azulado, con una mata de pelo negro y los ojos grises y muertos. La carnicera grasienta estaba preñada debajo de toda esa grasa sin decirle nada a nadie y con sus cinco hijos ya, había decidido abandonar a este en las aguas, como Moisés, pero se le había olvidado comprar la canastilla.
Dudé un buen rato, pues no sabía si coger al cuerpo del delito y denunciarla, pero pensé que era probable que las tornas se volvieran en contra nuestra, y que incluso acusaran a mi madre, así que abandoné la idea. Sin embargo, esos ojillos que me miraban sin verme me atraían.
Me sentía sólo.
Mis padres se alegraron enormemente porque en tres semanas todos los días volviera mojado y exhausto a casa, contando lo bien que me lo pasaba jugando en el río con mi nuevo amigo.