Sexo.
Publicado: 04 Jul 2005 04:43
Alargo el dedo índice, delicadamente, y espero a sentir el rugoso tacto en mi yema: es el pequeño aviso que necesito para poder alargar también el dedo corazón. Todo transcurre muy deprisa, en apenas un instante. Pero es un instante repleto de sensaciones mínimas, breves, pero que encajan en la satisfactoria certeza de estar haciendo lo correcto. Es sólo el primer paso de un camino que anhelo completar; la cuidadosa exploración a la que, sólo con la práctica, he logrado despojar del ímpetu sediento de cuando sólo me guiaba un voraz instinto.
Yo la noto, y ella me nota. Sólo mis dos dedos nos unen en ese instante; apenas unos centímetros de mi piel son todo cuanto ella tiene de mí. Ninguno de los dos necesita más aún: ella nació para responder sólo cuando sigo los pasos precisos, y yo sólo he de dejar que su vibración me muestre hacia dónde debo seguir, o si he comenzado con demasiada ansia, o con demasiada precaución. He descubierto que puedo transformar el ansia febril de tenerla en mis manos en un arte: mover suavemente mis dedos al compás de su respuesta se convierte en una partida de ajedrez, en la que poco a poco, ambos empezamos a tolerar –y a demandar- un ritmo mayor, un contacto más próximo, un movimiento más desenfrenado.
Muchas veces ni siquiera la miro. No lo necesito. El bemol aterciopelado de sus gemidos más graves, o el repentino, inesperado tintineo cristalino de sus agudos grititos, son todo cuanto preciso para guiarme en la oscuridad de sus deseos. Porque sí, soy yo quien marca el ritmo... pero sólo me satisface seguirla a ella, e imponer el ritmo que ella me pide. A menudo estoy ansioso por llevarla más lejos, por sumergirme en ella y por acelerar una explosión que sé inevitable. Puedo sentir mi corazón palpitando a saltos, noto las perlitas de sudor asomando en mi frente, en mi espalda... hasta que dejan de ser perlitas y caen hechas gotas por mi rostro, por mi columna vertebral. Respiro entrecortadamente, y, sin darme cuenta, a veces comienzo a gemir imperceptiblemente yo mismo, arrastrado por su voz. Sólo tengo mis dedos sobre ella, pero todo mi cuerpo le pertenece. También mi mente termina siendo suya: me olvido de mí mismo, de que vivo y existo, y todo cuanto quiero es hacerla vibrar como sé que puede vibrar. En esos momentos, no hay nada más importante que ella.
Y, finalmente, mi paciencia es recompensada: ambos hemos despegado, una difusa nube de calor nos envuelve, y cuando menos lo espero, ella me deja ser impetuoso, brusco, casi brutal. Permite que mis manos sean libres, no: exige que mis manos liberen su encadenada lujuria sobre ella. Gime cada vez más alto, en un abstracto ruego para que abandone mi delicadeza, como jurando entre lágrimas de éxtasis que ya está preparada, que ya no podré hacerle daño, que ya no espera otra cosa de mí más que verme haciéndola exhalar roncos gritos de descontrol. Ella se abandona a mí y suplica que me abandone a ella. Al principio tuve que ser delicado para que no me rechace, y ahora grita una y otra vez implorando rudeza.
Creí que podría hacerla vibrar según mi voluntad... pero es ella quien termina manejando mis hilos. Creí tener mis dedos en ella, pero es ella quien ha tendido sus tentáculos en torno a mí. Creí ser yo quien mandaba, pero es ella quien, como de costumbre, hace lo que quiere de mí.
Y cuando la veo ahí, voluptuosamente tendida sobre el suelo de madera, esperándome, reclamando anhelante mi atención, siempre me pregunto lo mismo...
...¿cómo no amarla?
[img]http://www.blastingroomstudios.com/gfx/stacie2/images/Les-Paul-(04).jpg[/img]
Yo la noto, y ella me nota. Sólo mis dos dedos nos unen en ese instante; apenas unos centímetros de mi piel son todo cuanto ella tiene de mí. Ninguno de los dos necesita más aún: ella nació para responder sólo cuando sigo los pasos precisos, y yo sólo he de dejar que su vibración me muestre hacia dónde debo seguir, o si he comenzado con demasiada ansia, o con demasiada precaución. He descubierto que puedo transformar el ansia febril de tenerla en mis manos en un arte: mover suavemente mis dedos al compás de su respuesta se convierte en una partida de ajedrez, en la que poco a poco, ambos empezamos a tolerar –y a demandar- un ritmo mayor, un contacto más próximo, un movimiento más desenfrenado.
Muchas veces ni siquiera la miro. No lo necesito. El bemol aterciopelado de sus gemidos más graves, o el repentino, inesperado tintineo cristalino de sus agudos grititos, son todo cuanto preciso para guiarme en la oscuridad de sus deseos. Porque sí, soy yo quien marca el ritmo... pero sólo me satisface seguirla a ella, e imponer el ritmo que ella me pide. A menudo estoy ansioso por llevarla más lejos, por sumergirme en ella y por acelerar una explosión que sé inevitable. Puedo sentir mi corazón palpitando a saltos, noto las perlitas de sudor asomando en mi frente, en mi espalda... hasta que dejan de ser perlitas y caen hechas gotas por mi rostro, por mi columna vertebral. Respiro entrecortadamente, y, sin darme cuenta, a veces comienzo a gemir imperceptiblemente yo mismo, arrastrado por su voz. Sólo tengo mis dedos sobre ella, pero todo mi cuerpo le pertenece. También mi mente termina siendo suya: me olvido de mí mismo, de que vivo y existo, y todo cuanto quiero es hacerla vibrar como sé que puede vibrar. En esos momentos, no hay nada más importante que ella.
Y, finalmente, mi paciencia es recompensada: ambos hemos despegado, una difusa nube de calor nos envuelve, y cuando menos lo espero, ella me deja ser impetuoso, brusco, casi brutal. Permite que mis manos sean libres, no: exige que mis manos liberen su encadenada lujuria sobre ella. Gime cada vez más alto, en un abstracto ruego para que abandone mi delicadeza, como jurando entre lágrimas de éxtasis que ya está preparada, que ya no podré hacerle daño, que ya no espera otra cosa de mí más que verme haciéndola exhalar roncos gritos de descontrol. Ella se abandona a mí y suplica que me abandone a ella. Al principio tuve que ser delicado para que no me rechace, y ahora grita una y otra vez implorando rudeza.
Creí que podría hacerla vibrar según mi voluntad... pero es ella quien termina manejando mis hilos. Creí tener mis dedos en ella, pero es ella quien ha tendido sus tentáculos en torno a mí. Creí ser yo quien mandaba, pero es ella quien, como de costumbre, hace lo que quiere de mí.
Y cuando la veo ahí, voluptuosamente tendida sobre el suelo de madera, esperándome, reclamando anhelante mi atención, siempre me pregunto lo mismo...
...¿cómo no amarla?
[img]http://www.blastingroomstudios.com/gfx/stacie2/images/Les-Paul-(04).jpg[/img]