Criptozoología 3: Rusalka

La editorial asocial, desde la mas inmunda basura hasta pequeñas joyas... (En obras)
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Urdu
Angela Chanin Izaguirre
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Criptozoología 3: Rusalka

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[Pues he escrito otro relato con bichito. Me ha quedado un poco largo, séis páginas de word en Calibri a tamaño 11. En mi descargo sólo puedo decir algo que últimamente digo demasiado, pero que esta vez es más cierto que nunca: es bastante decente. Y friki. No sé si Rianxeira se pasa mucho por este foro, pero puede que le guste. O no.]

I

El 21 de julio de 1983 se alcanzó la temperatura más baja jamás registrada en nuestro planeta. -89.2ºC. Fue en la base soviética de Vostok, en la Antártida, mi hogar durante treinta y cuatro años. Hasta ahí me fui para reunirme con mi marido dos años después de que la fundara, harta de sus ausencias, con la ingenua esperanza de que en mitad de aquel erial infinito por fin sería mío. Aleksei Treshnikov. Búsquenlo en Google, yo lo hago a veces. Lo fue durante dos meses. Se ve que para un héroe del Partido una Collado-Mustio no merece ni un día más. Yo me quedé con la intención de morirme para mortificarlo, y esperé a que llegara el momento robando chupitos de vodka e intentando no molestar. También empecé a encamarme con el nuevo director de la base, el coronel Oleg Korovin, de quien no encontrarán nada en Google. Gracias a eso me dejaron quedarme a pesar de que el mío era el único estómago en la estación sin titulación científica ni cometido alguno. Y nada, que no me moría.

Oleg resultó ser el hombre más bueno, dócil y agradecido que he conocido, y algo más apuesto que Aleksei también. A mis pies puso todo cuanto vine buscando: la placidez doméstica, la resignación elegida, la obligación del roce. Habiendo renunciado al amor en pos de su vocación, las musas de la ciencia le recompensaban con mi presencia, siempre solícita y silenciosa. Y tres décadas más tarde, también el gobierno de Gorbachov le agradecería los servicios prestados trasladándole a Kaliningrado, donde se jubilaría como director del Museo de Submarinos al lado de una estufa tan grande como el órgano de la catedral de San Petersburgo. A nadie le extrañó que yo no me fuera con él.

La base sólo estuvo abandonada durante cuatro meses en 1994. El gobierno pudo volver a ponerla en marcha aceptando la intrusión de franceses y americanos, ya sin ninguno de nosotros, y parece que les va bien. En 1996 anunciaron un descubrimiento sensacional. Justo debajo del erial infinito de mis amores despechados, encapsulado por cuatro kilómetros de hielo, hay un inmenso lago de agua dulce que ha permanecido prístino desde que la Antártida se congeló hace más de un millón de años. Lo encontraron utilizando altimetría de radar. Nosotros lo encontramos veinticinco años antes perforando.

No quisiera aburrirles con tecnicismos, pero si yo fuera ustedes me estaría preguntando cómo un lago sepultado bajo cuatro kilómetros de hielo puede no congelarse. Todavía no están seguros. Creen que en el lecho puede haber grietas de las que emane calor del interior de la tierra, o que la presión del hielo lo impida. En lo que sí está de acuerdo toda la comunidad científica es que probablemente se trate de un ecosistema de microorganismos extremófilos aislado del curso de la evolución, y que cualquier exploración del mismo debe retrasarse hasta que exista la tecnología que garantice que no se correrá el riesgo de contaminarlo con bacterias del exterior. Yo espero vivir para verlo, lo que me voy a reír.

Nosotros no sabíamos que ahí habría ningún lago, así que no tuvimos tantos remilgos. Sacábamos cilindros de hielo como quien pasa las páginas de un diario: cambios climáticos, cataclismos, extinciones masivas, todo puntualmente tarificado por los isótopos atrapados en el hielo. A mayor profundidad, más antiguos los hechos que nos contaban. Pero para cualquier profano que, como yo, entrara en el hangar de perforación y viera cómo rezumaba el gasoil por el orificio del torno le habría sido difícil no intuir algo lúbrico y soterrado en todo el asunto. Los rusos en el culo del mundo follándoselo a pelo. Hasta que un día el mundo nos mandó a tomar por culo a nosotros con un géiser que reventó el hangar y mató a siete camaradas. Hubo que dinamitar el pozo para hacer que parara y esperar órdenes de Moscú, que fueron tajantes: ignorar el diluvio de datos que indicaba que a nuestros pies había a un tesoro geológico sin precedentes y centrarnos en el estudio de la magnestosfera. Para ello cubrieron las bajas con dos ingenieros del programa Venera que habían deslumbrado al mundo aterrizando en Venus, y todos en la estación asumieron a regañadientes los nuevos planes, excepto yo, que ya me había hecho los míos.

La idea me vino una noche en la cena escuchando a los ingenieros especular sobre las presiones que habría de soportar el lago. Habían necesitado nueve intentos para conseguir una fotografía de la superficie de Venus bajo una atmósfera cien veces más densa que la nuestra. Eran, pues, expertos en fabricar trastos duros. Aquí habría que volver a abrir el pozo, insertar una sonda, dejar que el agujero se congelara y conseguir que avanzara por sus propios medios derritiendo los últimos metros hasta el agua. Comparado con las Venera, el esquema del vehículo les parecía insultantemente sencillo: una resistencia térmica, una cámara, un foco, baterías, hélice, timón y un cable. De todo esto se disponía en la base. Incluso le pusieron nombre: Rusalka, en honor a las sirenas de los ríos rusos que seducían a los jóvenes y les arrastraban al fondo. Lo que no tenían, ni estaban dispuestos a pedir, era permiso. Habría que persuadirles de que la Historia no la escriben los funcionarios. Y mientras servía el postre tomé la decisión de abordar cuanto antes la primera fase de la misión, que sólo me concernía a mí, consciente de que quizás nunca me condecorarían con una Orden de Lenin, pero que no por ello mi parte iba a estar exenta de sacrificios ni de recompensas. Esa misma noche empecé a alternar la litera de Oleg con las de los ingenieros.

Medir la magnetosfera terrestre es un trabajo tedioso que ofrece a cambio algunas ventajas. La más interesante es la cantidad de tiempo que deja libre. Como una distracción a la altura de aquellos talentos les propuse que me hicieran algunos bocetos: de mis pechos, de mis líneas, sorprendentemente preservadas en un medio donde ninguna otra belleza se había puesto a prueba antes. Contrapicado de mi ingravidez bajo la mole de hielo, plano cenital de mi cabello fundiéndose con el abismo. Después, sofocando un bostezo, solicité un croquis de la verdadera Rusalka, si es que en efecto eran tan buenos ingenieros como amantes. Al día siguiente, con la excitación ociosa de quien decora la casa por Navidad, movilicé a la estación entera para reunir todos los componentes, y al final de la jornada Rusalka yacía desmembrada sobre la camilla del quirófano.

Ensamblarla no les llevó ni una semana. Oleg observaba el proceso como quien mira jugar a los niños, amodorrado tras el atracón de mí con el que le cebaba a cada rato. Le divertía mi entusiasmo, inédito en veinte años. Pero una cosa es matar el tiempo fabricando juguetes y otra muy distinta desobedecer una orden del Kremlin. Por mucho menos te mandan a Siberia, decía, como si no estuviera ya aclimatado. Habría que perseverar. Y después de tanto tiempo sin esperar nada mejor que la muerte era difícil no impacientarse.

Hubo que explicarle que lo que el Kremlin no podía permitirse era un desvío de fondos por muy prometedor que fuera el proyecto. Después de la humillación en la Luna, la siguiente batalla se libraba en Marte, y todos los esfuerzos de la nación se concentraban ahí. Por lo tanto, las reticencias de Moscú eran meramente presupuestarias, y nadie pondría reparos a una exploración del lago con una inversión cero, más aún cuando el equipo no ofrecería posibilidades, sino resultados. Si Rusalka no encontraba nada, nadie se enteraría. Y si tenía éxito, el mundo volvería a postrase ante la Unión Soviética como no lo hacía desde el Sputnik. No, nadie en Moscú podría oponerse a la lógica de la Gloria. Y ahora cómeme el coño.

Se tardó tres meses en despejar el pozo, seis horas en bajar la sonda, veinticuatro más para asegurarse de que el conducto estaba sellado y ocho minutos en que fundiera el tramo que la separaba del lago. Inmersión, arranque de hélice, confirmación de timón. Luces encendidas, aun sin imagen. El cable sólo tenía una autonomía de cien metros, y la profundidad era de cuatrocientos. Y si había algo que ver, con seguridad estaba en el fondo. Las pocas esperanzas de confirmar masa biológica pasaban por apuntar la cámara hacia la bóveda del glaciar. La cápsula nunca regresaría con muestras y no estaba equipada para un análisis orgánico sobre el terreno. Sus posibilidades eran casi tan remotas como las que tenía la Venera de enviar un retrato ecuestre. Imagen: dos brazos de luz horadando el vacío, partículas en suspensión. Comando de viraje hacia superficie: negativo. Segundo intento: negativo. Viro a babor: operativo. Viro a estribor: operativo. Tercer intento de virar hacia la superficie: negativo. La sonda se hundía a plomo con la cámara apuntando hacia la sima.

Entonces yo, la concubina del coronel, la ladronzuela de vodka, pedí a todos los que no tuvieran nada que ver con la misión que abandonaran el puesto de control. Todos retiraron sus miradas del monitor y las clavaron perplejas, primero en mí, después en Oleg, que se limitó a callar, y uno a uno fueron saliendo en silencio. Ahí nos quedamos los cuatro observando el morro de la cápsula en suave caída libre hasta que el cable la frenó en seco. La imagen se transformó en ruido. Dos ráfagas de parpadeos en la pantalla: primero nieve analógica, y nuevamente los focos profanando la nada. Atada a su correa, la sonda seguía tan operativa como un farolillo mecido por la brisa de la madrugada. El timón respondía en todas las direcciones menos en la que tenía que responder, y aunque lo hubiera hecho no creían que tuviera suficiente batería para subir hasta el techo. Rusalka pendía sobre el abismo y así seguiría hasta que se fundiera la Antártida.

Y de repente, algo. Un fogonazo surcó el monitor a una distancia imposible de calcular. Una interferencia en el circuito de vídeo, dijo alguien. Uno de los ingenieros comprueba la bovina de grabación. Graba. Alguien grita. El haz de plata regresa por donde salió, serpentea y se hunde. Silencio. Nuevo reojo a la bovina. Y entonces, luz. Luz progresiva que no era un reflejo de nuestros focos sino algo ajeno, ignoto y fulgente que emergía como una locomotora saliendo de un túnel. Y nieve. Cuatro minutos de nieve analógica. Rusalka había muerto.



II

Los siguientes meses fueron los más duros y esperanzadores para mí en veinte años. Habíamos enviado una copia de la grabación en el reaprovisionamiento de septiembre junto con un informe que yo misma dicté destacando el coste nulo de la misión y la repercusión que podría tener una exploración exhaustiva del lago. Pero no nos atrevimos a sacar conclusiones. Cada uno tenía la suya y todas eran sensatas, aunque exasperantes en conjunto. La secuencia era difícil de interpretar con el equipo que teníamos, y preferimos no abusar de la paciencia de quien tuviera que juzgar nuestro desacato. La bobina tardaría cinco semanas en entregarse. Súmenle otras cinco hasta que llegó la orden que requería a Oleg y a los ingenieros a personarse lo antes posible en el Instituto de Biología Marina de Leningrado. Partieron el primero de noviembre, en los primeros días del verano antártico, y yo recuperé mi condición de paria parásita, ahora más desamparada y odiada que nunca.

Sin Oleg ni los ingenieros, la actividad en la estación se redujo al mantenimiento rutinario. El equipo pasaba los días organizando carreras de motonieve, jugando a las cartas y recitando poemas de Mayakovski. Cualquier actividad cesaba en cuanto advertían mi presencia. Intenté seducir a alguno para entretenerme, pero se había corrido el rumor de que tenía el lacre de la sífilis grabado en el rostro. Daba paseos tan largos como me permitían mis raquetas, y a veces me tumbaba y pegaba la oreja al hielo hasta que dejaba de sentirla. Un día que me había pasado con el vodka casi me quedé dormida. En mitad del erial infinito, y como nunca iba lejos, mi figura se destacaba claramente sobre la blancura, pero nadie salió a buscarme. Pasó el verano, llegó junio y cayó la noche austral.

Un día de esa noche llegaron once hombres. No hubo aviso por radio. Desacostumbrada a manejarme como la dueña, me quedé en la cocina, sabiendo que Oleg venía con ellos. Me buscó, me encontró, trancó la puerta y me tomó sobre la mesa. Después puso dos vodkas y me dirigió las primeras palabras que alguien me dirigía en semanas.

-Traemos una Rusalka nueva. Han fusilado a los ingenieros. A mí me salvó Aleksei. Ha venido conmigo.

La magnetosfera se encrespó con una ráfaga de viento solar, igual que toda mi carne, y la aurora saludó por un tragaluz el final de mi duelo. Una nueva Rusalka, ahora que ni el lago ni sus secretos me importaban ya un carajo. Pasé la vista por cada rincón de la cocina buscando una superficie cromada donde mirarme. ¡Otro vodka!

Nadie en Moscú pudo decir que nuestros ingenieros habían hecho un mal trabajo. La nueva Rusalka tenía un diseño y un blindaje muy similares, pero incluía mejoras notables. Para empezar, el cable permitía una autonomía de 900 metros, suficientes para planear sobre el fondo. El timón y la hélice habían sido testados a conciencia en las instalaciones de Baikonur meses antes incluso de que llegara nuestra bobina, puesto que el lago se había convertido en un asunto prioritario para el Kremlin desde que supieron de su existencia. La cápsula ya estaba completa cuando Oleg y los ingenieros llegaron a Stalingrado, y los ánimos del comité científico lo bastante soliviantados como para exigir que rodaran cabezas. Los escrúpulos por garantizar una inmersión estéril no iban a ser exclusivos de los americanos, pero como el mal ya estaba hecho la misión podía acelerarse prescindiendo de aquel engorro deontológico. Y el último complemento: una maya de electrodos a lo largo del fuselaje que emitirían un voltaje de 50.000 voltios para impedir que la nueva Rusalka terminara como su antecesora. Lo que significaba que, de haber apostado algo, habría ganado yo.

A cámara lenta o rápida, yo siempre dije que la cápsula había sido devorada. En Leningrado estaban de acuerdo y creían saber por qué. Un pez de seis o siete metros parecido a un tarpón o una barracuda y una flexibilidad propia de las morenas. Tenía el morro chato y arqueado como el de un bóxer o el de cualquier pez de superficie, probablemente un rasgo atávico porque en el Vostok no hay superficie. Y dos características exclusivas de los peces abisales: dos ojos hipertrofiados y un paladar forrado de células luminiscentes que lanzaba un haz de luz con el que encandilaba a sus presas antes de engullirlas. Lo llamaron Barracuda Cautiva de Vostok, pero a la hora de clasificarlo llegaron a la conclusión de lo que era realmente. Un xiphactinus, un pez extinto hace sesentaicinco millones de años. Había desarrollado rasgos adaptados a la oscuridad y a la temperatura bajo cero. Y por estar en lo alto de la cadena alimenticia se le suponía un menú variado. Vostok era una selva.

Ahora bien, yo debía estar prevenida contra otro tipo de depredadores. A parte de Oleg y Aleksei, la comitiva incluía a un capitán del ejército, dos biólogos, dos nuevos ingenieros, dos mecánicos y dos policías, que en ese momento estarían pasando revista y acomodándose donde pudieran. Tendrían que hacinarse. Oleg conservaría su camarote y no contemplaba la cortesía de compartirlo, porque yo me habría de esconder en él mientras duraran los preparativos para la inmersión. Sin tener en principio ninguna responsabilidad civil o militar, los ingenieros de la Venera habían hablado de mí largo y tendido en su defensa. Me habían retratado como una arpía instigadora, y les habían creído, aunque esto no les libró del paredón. Con sus cuatro órdenes de Lenin al pecho, Aleksei había intercedido con éxito en favor de Oleg, pero si éste había evitado la misma suerte fue por su función irremplazable en la base. Y en todos esos meses, ni Oleg me había mentado fuera de las declaraciones oficiales ni Aleksei le había preguntado por mí. Como si el hijo de puta nunca se hubiese casado. Con todo, Oleg me prometía un puesto frente al monitor en el puesto de control, y entonces volvería a tenerle cara a cara después de veintiún años.

Lo cierto es que por primera vez en todo ese tiempo no tenía un plan. No era tan ingenua como para esperar que cayera rendido a mis pies. Mis encantos se habían revelado más longevos de lo que yo nunca hubiera soñado, pero con quien no tenía nada mejor a mano, no con alguien ahíto de honores y de mundo. Supongo que me bastaba con que me viera ensarmentada a la vida. Y con los hechos: que sus despojos aún podían llevarse a alguno por delante y comprometer a la nación más poderosa de la Tierra. Dicho así suena mezquino, pero no me negarán que pocas pueden aspirar a tanto.

El puesto de control se instaló en el garaje por ser el recinto más amplio de toda la estación. Había sitio hasta para el cocinero. El mío estaba en la segunda fila, flanqueada por los dos policías, al mismo nivel que los mecánicos. Aleksei ya estaba sentado cuando entré. No se giró. Oleg se sentó a su lado y bajaron las luces. Esta vez había cuatro monitores, uno por cada cámara que llevaba la nueva Rusalka. Los focos se encendieron delatando la danza secreta de millones de motas en su lento fluir por las tinieblas. Uno de los ingenieros repetía en voz alta las lecturas de profundidad y presión. Nada a los doscientos metros, nada a los trescientos, nada a cuatrocientos. Aquí comenzó a perfilarse la silueta de lo que parecía un monte, y que pronto se definió como una roca agigantada por la perspectiva. La sonda la bordeó descubriendo un bosque de fumarolas que manaban directamente desde las entrañas de la tierra, las fuentes de calor y nutrientes químicos que hacían que medrara la vida y mantenían el agua líquida. Rusalka las penetró y durante unos minutos los monitores se velaron con un hervor ceniciento que fue disipándose poco a poco, dando paso a un cañón en cuyo lecho se erguían estructuras insólitas. Mansa y exacta, la cápsula lo enfiló arrojando el sol de sus ojos sobre todo aquello: huesos, raspas, quijadas, jirones de cartílago semienterrados en el limo que bien podrían haber pertenecido a un ejército de xiphactinus o a cualquier otro monstruo. Entre las piezas más grandes se amontonaban otras menores, todas ennegrecidas por los sulfatos, y entre las más pequeñas, nada: ni el gusano más miserable. La sonda sobrevoló el cañón como un ángel de la muerte, y todos permanecimos en el silencio más absoluto hasta que Aleksei saltó de su silla y me la partió en la cabeza.

Prometo que esa noche no tenía ninguna intención de robarle el protagonismo a los xiphactinus. Yo sólo quería que mi marido me viera guapa. El primer golpe me partió la mandíbula. En el suelo me dio patadas que me rompieron la nariz, los pómulos y varias costillas. Los soldados me levantaron por los codos y entonces siguió el capitán. Todos me llamaban puta española, cerda traidora y adúltera resentida. Me hacían responsable, y sus razones tendrían, por la imprudencia de la primera inmersión, que acababa de revelarse fatal. Con mi Rusalka había bajado algo que se había cebado con ese mundo, exterminando hasta sus organismos más insignificantes. Nunca supe si Oleg compartía esa opinión. El caso es que no hizo nada. No volvimos a hablar mucho después de aquello.

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poshol na
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Re: Criptozoología 3: Rusalka

Mensaje por poshol na »

Me ha gustado bastante la ambientación y la atmósfera creada, pero al final no le veo el sentido. No sé si es que se me ha escapado algo porque lo leía a ratos, siendo interrumpido de cuando en cuando pero...¿qué ha sido eso tan terrible que ha hecho?

Por otro lado, la "bobina" a la que te refieres va con b; "bovina" es referida al buey. Las dos primeras veces que aparece está como "bovina".
Y una frase que me sobra (no sé si se te ha colado o está puesta a conciencia): lo de "Cómeme el coño". No sé, no veo qué pinta ahí.
La fusión del conceptismo y el culteranismo tecleó:
Anda y que den por el culo con la mierda diarrética esa que blasfemas por tu orificio vocal.

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Urdu
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Re: Criptozoología 3: Rusalka

Mensaje por Urdu »

Lo "malo" que hizo fue inducir a los ingenieros y a Oleg para improvisar una inmersión chapucera del lago a pesar de que las órdenes de Moscú eran olvidarse del asunto. Moscú sí quería explorar el lago, pero hacerlo como Dios manda. La motivación de la protagonista no es ni mucho menos científica, sino encontrar algo tan trascendente como para conseguir que su marido vuelva a la base. (Todo esto es ficción, claro. En la actualidad todavía se está desarrollando una sonda, llamada Cryobot, que permita sumergirse en el lago Vostok, previo a un proceso de esterilización que mate cualquier bacteria en el fuselaje o en la sonda, con el fin de que si consigue detectar vida microscópica, puedan estar seguros de que es autóctona del lago, y que no ha venido del exterior con ellos. Este proyecto está respaldado por la NASA, ya que Vostok servirá como ensayo para explorar la luna de Júpiter Europa, donde también se cree que hay un océano sumergido)

Lo de bobina/bovina es errata, en efecto.

Y lo de "cómeme el coño" es porque la protagonista consigue persuadir a Oleg y a los ingenieros mezclando argumentos con sexo. Me gusta ese detalle y no se cambia.

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poshol na
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Re: Criptozoología 3: Rusalka

Mensaje por poshol na »

Urdu escribió:Lo "malo" que hizo fue inducir a los ingenieros y a Oleg para improvisar una inmersión chapucera del lago a pesar de que las órdenes de Moscú eran olvidarse del asunto. Moscú sí quería explorar el lago, pero hacerlo como Dios manda. La motivación de la protagonista no es ni mucho menos científica, sino encontrar algo tan trascendente como para conseguir que su marido vuelva a la base. (Todo esto es ficción, claro. En la actualidad todavía se está desarrollando una sonda, llamada Cryobot, que permita sumergirse en el lago Vostok, previo a un proceso de esterilización que mate cualquier bacteria en el fuselaje o en la sonda, con el fin de que si consigue detectar vida microscópica, puedan estar seguros de que es autóctona del lago, y que no ha venido del exterior con ellos. Este proyecto está respaldado por la NASA, ya que Vostok servirá como ensayo para explorar la luna de Júpiter Europa, donde también se cree que hay un océano sumergido)

Lo de bobina/bovina es errata, en efecto.

Y lo de "cómeme el coño" es porque la protagonista consigue persuadir a Oleg y a los ingenieros mezclando argumentos con sexo. Me gusta ese detalle y no se cambia.



Pues eso, me ha gustado la ambientación, la atmósfera creada y la narración, pero no el final. Confiaba en que, al cabo de un tiempo, el marido volviera a la base, con alta tecnología y, a través de los monitores, viera, en el fondo del lago, a una Rusalka muerta (su mujer), que se había dejado caer por el agujero del hielo en una capsula.

Lo de bovina aparece así las dos primeras veces que sale (luego se corrige).

Pues ese detalle no me gusta.
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Urdu
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Re: Criptozoología 3: Rusalka

Mensaje por Urdu »

¿Pero cómo se va a encontrar a la mujer muerta si la mujer no se muere en ningún momento y cuenta la historia años después de que suceda?

Pocholo, está mal que yo lo diga, pero el final es redondo y urdiano a más no poder.

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Re: Criptozoología 3: Rusalka

Mensaje por poshol na »

Urdu escribió:¿Pero cómo se va a encontrar a la mujer muerta si la mujer no se muere en ningún momento y cuenta la historia años después de que suceda?

Pocholo, está mal que yo lo diga, pero el final es redondo y urdiano a más no poder.

Pues se cambia y lo narra un tercer narrador.

Pues no me gusta lo urdiano (mallenco).
La fusión del conceptismo y el culteranismo tecleó:
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Urdu
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Re: Criptozoología 3: Rusalka

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Claro, se cambia.

Cuando me lo pida James Cameron a cambio de comprar los derechos me lo pensaré.

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Re: Criptozoología 3: Rusalka

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Urdu escribió:Claro, se cambia.

Cuando me lo pida James Cameron a cambio de comprar los derechos me lo pensaré.

James Cameron ya hizo Abyss.
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Re: Criptozoología 3: Rusalka

Mensaje por Urdu »

Pues Peter Jackson, me da igual.

Aprovecho la coyuntura para ilustrar la movida con algunas cosicas bien lindas:

El aria "Canción a la luna" de la ópera "Rusalka" de Antolin Dvořák, cantada por la insuperable Lucia Popp (ya no hay stop)

[youtube]uoPTh_q7GYs[/youtube]

Los xiphactinus.

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Imagen

La base Vostok, tal cual es en la actualidad.

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Aleksei Treshnikov (a la derecha)

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Re: Criptozoología 3: Rusalka

Mensaje por Dolordebarriga »

Mi querido Urdu:

Me ha gustado muchísimo tu relato. Genial como has combinado realidad con ficción, pues todo la base de lo que cuentas es cierta. Eso sí, el "cómeme el coño" sobra, como bien te indica Pocholona. No ayuda en nada al relato, es más, distráe. Falta por pulir alguna cosita más, pero a mí me parece un relato perfectamente publicable. Además, me gusta la línea argumental "criptológica" que has inventado para que estos últimos relatos formen un mismo cuerpo conjunto.

Por cierto, te paso esta web http://www.theinspirationblog.net/showcases/25-clever-bizarre-animal-photo-manipulations-part-1/ que encontré vía menéame, junto a Rancheritas formamos el grupo de fans fatales phoreros del Menéame, por si te sirve de inspiración para futuros relatos.

Tu, nos leemos;

Dolordebarriga
YO ESTOY INDIGNADO

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