Magia cotidiana.

La editorial asocial, desde la mas inmunda basura hasta pequeñas joyas... (En obras)
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Dolordebarriga
Companys con diarrea
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Dolordebarriga »

A mi el relato me ha dejado un poco frío. Me gusta mucho como cuentas, pero, en este caso me atrae bien poco lo que cuentas.

Pero en todo caso, Otto, el relato merece una lectura completa o, al menos, desmerece tu paso a lo diva por él, diciendo que sólo has leído los dos primeros párrafos.
YO ESTOY INDIGNADO

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PrimeroDerecha
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por PrimeroDerecha »

Otto escribió:Te lo digo en serio.

Cualquier lugar es bueno para dar rienda suelta a ese derroche y talento literario.

Incluso te podría recomendar algún sitio donde llevarlos para ver qué se puede sacar, jóvenes creadores, editoriales emergentes y esas cosas. Yo sólo he leído los dos primeros párrafos y, no te voy a engañar, creo que hay muchísimas posibilidades que se rían de lo lindo (pero no a la cara, ojo). Pero si no es así, publicarías en un fanzine muy chulo y te llevarías como 200 lereles.

Pero aquí lo verdaderamente importante es que Nicotín quiere comunicar y soltar lo que le mueve por dentro. Eso es lo que debería permanecer y no únicamente fluir.

Es importante perder el miedo al ridículo y queda patente que esa etapa ya la has pasado.



Manca finezza, Otto.
No todo va a ser follar

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Stewie
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Stewie »

Manca finezza, Otto.


Aquí la Prima Repubblica ya la tenemos muy pasada.

El sublime infortunio me ha gustado.
Pepe escribió: A mi todo esto (la extinción del lince) me parece una mierda. El lince mola, es bonito como gato y elegante como abrigo, que se vaya a la mierda no mola, que hagan corridas de linces.

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Nicotin
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Nicotin »

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Old-fashioned love story.

Atusándose las puntas del bigote como signo que puntuara la solemne importancia de lo que iba a afirmar a continuación, recogiendo el sombrero bajo su brazo para acompañar una leve inclinación y agravando la voz en un ingenuo intento de fingir un tono casual e indiferente, dijo:
-La veo a usted a menudo, recorriendo el paseo; junto a su hermana, si no me equivoco.
-No se equivoca usted –respondió ella, alzando la barbilla hacia el infinito y dejando planear la mirada por sobre el oleaje de tocados y sombreros del domingo, como si hubiese perdido de vista un retazo de color o un rostro conocido y lo buscase a lo lejos con aire de curiosidad ausente.
Él volvió a atusarse los bigotes: del lado derecho primero, y del izquierdo después, como el tripulante que teme naufragar y se aferra a una soga aun antes de que la embarcación muestre signos de escorarse y volcar:
-No podía si no fijarme en usted.
Ella, aún pretendiendo buscar algo entre la multitud, murmuró:
-No me diga.
Él carraspeó como un músico que quisiera disimular con la tos una nota mal afinada; siguió sosteniendo el sombrero bajo el brazo- sin darse cuenta de que estaba punto de reducirlo a un arrugado amasijo de tela – y reuniendo toda la dignidad de la que es capaz un caballero enamorado en la mañana de un domingo –esto es, poca- dejó ir entre el suspiro y el puro gallo:
-La admiro a usted mucho.
Y quedó rígido, pálido y tenso como quien cree haber revelado un insospechado secreto ante el atónitos asombro de una desprevenida oyente. Su oyente, que lejos de estar desprevenida no esperaba otro curso en la conversación, concedió una desteñida –por lo leve- y compasiva –por lo inveraz- sonrisa y respondió:
-Me adula usted.
Él, que leyó sonrisa y respuesta como una invitación a volcar sus sentimientos sobre el empedrado de la alameda -como quien vaciase el baúl de sus más íntimos tesoros a la vista de todo el mundo- hizo un sobrehumano esfuerzo por contenerse y no arrodillarse entre lágrimas; esfuerzo exitoso, ha de decirse, pues continuó envarado y rígido, atusándose los bigotes y estrangulando el sombrero:
-Crea usted que son sinceras mis palabras.
Ella fingió un cierto aburrimiento, el cual consideró propio para la ocasión, y con instinto certero lo aderezó con una nueva sonrisa, aún más sutil e imperceptible que la anterior:
-Es usted muy amable.
Herido por serle agradecida su amabilidad pero no correspondida su agotadora pasión, él guardó silencio durante unos instantes que se le hicieron eternos; continuó firme y bien plantado, logrando heroicamente dominar el miedo a un inminente desmayo y evitando así que se le doblasen las rodillas. Con la insensata desesperación del admirador entregado que ha muerto cien veces en otras tantas noches en blanco, deseó poder morir de verdad allí mismo, en un instante; pero una muerte sin vergüenza: atravesado por la bala de un rival celoso, o salvando a su amada de ser aplastada por un caballo. Una muerte abundante en sangre y glorificada por un operístico clímax de inolvidable tragedia.
Aunque, claro es, nada de eso sucedió, ni balas ni caballos ni ópera ni tragedia más que la presente: se vio obligado a permanecer anclado como un junco, aparentando calma a duras penas, mientras en sus sienes latía un fin del mundo y en su pecho resonaban los clarines del juicio divino.
-La admiro a usted de verdad.
Dijo casi en un graznido, como si decir dos veces la misma cosa la hiciese más cierta, o más preferible, o más bienvenida; error comprensible dada su momentánea ausencia de sensatez. Ella creyó conveniente mudar su expresión de un distraído aburrimiento a un convenientemente mal disimulado fastidio:
-Ya me lo ha dicho usted hace un momento.
Él, que entre estertores de agonía analizaba cada pequeño paso de la conversación como quien se jugase la vida en un único y definitivo ajedrez, buscó angustiado el motivo por el que decir dos veces algo bueno lo convierte, por arte de magia, en inconveniente. Y peinando su bigote hasta casi arrancárselo de cuajo, dijo:
-Le pido perdón por mi insistencia.
Ella desdibujó a peor su mueca de disgusto, para mortificación de su admirador, quien tampoco alcanzó a comprender dónde había tan grande pecado en una disculpa a tiempo. Viéndose perdido en un indescifrable laberinto de malentendidos, atrapado entre la necesidad de mantener intactos los últimos resquicios de su dignidad y el incompatible ansia de arrojarse indignamente al océano del romance, alcanzó a inclinarse levemente como despedida y a darle a ella la espalda, como con intención de alejarse; intención que perduró lo que una pompa de jabón –de tal consistencia era la resistencia de su corazón en aquel instante- y tan pronto pudo dar dos pasos, se tornó sobre sí mismo como una peonza y volvió a plantarse ante su admirada –quien, a todas estas, contempló las maniobras del admirador con una mezcla de inevitable curiosidad y obligatorio desdén-, y atusándose esta vez el flequillo, gesto espontáneo que mostraba lo desesperado de su maltrecho espíritu en tan despreciable situación, volvió a hablarle como entre gárgaras:
-Es usted cruel.
Ella le miró a los ojos por primera vez –algo que a él casi le costó lágrimas- y retiró rápidamente la mirada, girando su cara hacia el otro lado para mostrarse lo propiamente ofendida; aunque del otro lado venía el sol primaveral y ella tuvo que ponerse a parpadear y fruncir el entrecejo, con lo que su gesto resultó cómicamente ineficaz (no para él, naturalmente, que se consumía en los padecimientos todos del purgatorio). Alzando su femenina voz para que pudiese escucharse bien del otro lado al que ya no miraba, respondió:
-Y usted es un impertinente.
Un caballero que justo ahora pasaba por su lado se giró hacia ella con boquiaberta sorpresa, preguntándose qué tenía de impertinente quitarse el monóculo para evitar el molesto reflejo del sol.
El admirador, entretanto, estaba decidiendo cuál sería la más romántica y perdurable forma de quitarse la vida; no era posible, ni digno, ni necesario continuar en el mundo después de experimentar el tan apocalíptico fracaso de toda una existencia. Como ella seguía parpadeando y haciendo muecas miopes bajo el asalto del relumbrar del cielo matutino y no parecía tener intención de volver a hablarle o mirarle siquiera, él volvió a inclinarse ante el auditorio vacío de su tormentosa soledad y se dispuso a marcharse, pensando ya en cómo componer el poema en el que explicar su muerte y por el que ganaría sin duda la fama póstuma, convirtiéndose en ejemplo e inspiración para amantes desesperados de todo el orbe. ¡Cómo lamentaría ella haberse comportado con tan fría indiferencia ante el inminente héroe de los romances imposibles, ante el poeta eterno, ante el crucificado de los amores que sería cantado, citado y ponderado en lo venidero!

“Me disteis muerte”... no, demasiado obvio; “me atravesasteis”... no, todavía peor. “Por vos muero”, no, no, ¡terrible! Indigno aun de un risible poemita de estudiante; “Vivo sin vivir en mí”... no, eso creo que ya existe. “Vivo sin vivir en vos”... no, inexcusablemente penoso. “Tú no viviste en mí”, ¿sería propio tutear en tan solemne testamento? “Apuñalado por tu indiferencia parto al acalorado martirio”... no, no, ¡horrible! Se diría que le anuncio mi visita a una sauna turca. “Fue la fiera fiebre de ti que me tornó en feble e inflamable...”

En tales trabajos hercúleos de condolido lirismo se andaba el despechado admirador mientras arrastraba sus pies vagando entre la multitud, regocijándose de lo único en la Historia de su padecer, de lo incomparable en la literatura de su agonía, de lo excepcional e irrepetible de su desgracia y de cómo los siglos le convertirían en arquetipo del amor infinito, inhabitable y heroico; cuando una versión acalorada y enrojecida de su amada apareció correteando ante él, sonriendo y lanzándole una mirada de cómplice simpatía:

-Caballero, me manda mi hermana decirle a usted si vendrá también a pasear por la alameda el próximo domingo.

Él quedo transformado, arrebatado, obnubilado; inspiró aire como en una milagrosa resurrección y todo su cuerpo revivió, y sintió de nuevo calor en sus extremidades, y sangre en sus venas, y vida en su interior.

.......................

Cuán hermoso el domingo, cuán feliz ocurrencia el descanso de Dios en el séptimo día, cuán dulce y plena forma de terminar la semana: con un domingo, jornada en que habitan todas las promesas y todas las dulzuras... ¡Qué gozo despertar en un día así! ¡Vivo sin vivir en mí! ¡Apurar cielos pretendo! ¡Viento en popa a toda vela!

Caminaba él tan ligero que se diría volaba; no hubiese necesitado ni respirar, aunque silbó sin cesar todo el trayecto: tal era su estado de felicidad sin límites. Y pensar que tan sólo siete infaustos días antes hubiese querido abandonar el mundo de los vivos... ¡y nunca más experimentar la alegría dominical! ¿Quién querría descansar para siempre pudiendo hacerlo sólo los domingos! Qué sinsentido, qué incoherencia, ¡qué carcajeable disparate! Es domingo e iba a ver a su amada, a su pedacito de cielo, a su ventanita al paraíso, ¡hoy es el día! ¡Qué acierto, qué victoria, qué triunfo el estar vivo!

Y atravesaba él la alameda con una sonrisa que parecía querer morder el mismo aire y aun la propia vida para comerlos, saludando a desconocidos y sintiéndose hervir de optimismo y energía.

Y así fue que se encontraron los viejos conocidos del anterior domingo. Y dijo él:
-¡Buenos días!
Ella, aturdida ante tan repentino caudal de alegría, respondió sorprendida y con aire tímido:
-...buenos días.
Él se puso el sombrero bajo un brazo, después bajo el otro brazo, y finalmente dijo: “quién quiere cargar con tan incómoda cosa” y dejó caer el sombrero sobre una repisa de piedra. Después clavó en ella una mirada brillante y confiada:
-Aparece usted especialmente bella hoy.
Ella se sonrojó y desvió la mirada a un costado:
-Ya se lo dije el domingo pasado; es usted un insolente.
Él se inclinó hacia atrás y soltó una carcajada: una cascada de sonoros “ja ja ja” que parecían engarzados el uno al otro como en un collar de perlas.
-¡Tiene usted toda la razón! No tengo más remedio que pedirle disculpas de nuevo.

Se inclinó, y como en una azucarada cabriola del destino, atrapó un diente de león en pleno vuelo y se lo ofreció a ella:
-No es una flor, pero no la he comprado con dinero, ¡la he comprado con la suerte!
Y volvió a atronar el aire con sus “ja ja ja” ante la mirada estupefacta de su interlocutora, que a duras penas podía reconocer en aquel vendaval de alegróa extravagante al mismo individuo de sólo siete días atrás. Él prosiguió:
-Usted me envió un mensaje por medio de su hermana, y necesito hablarle a usted sobre ello y necesito pedirle un favor.
Ella, más ruborizada por la arrolladora felicidad incontenible del caballero que por sus insensatas, impulsivas y mal medidas palabras, respondió con una temblorosa sonrisita:
-¿Usted quiere pedirme un favor a mí?
Y dijo él, casi dando un brinco:
-¡Oh, desde luego! Y le deberé la felicidad después de que me lo conceda; le deberé mil gracias, ¡le deberé la vida entera! ¿Me haría usted un favor, descendería usted de los cielos por concederle un irreprimible deseo a un pobre sujeto tan torpe e impertinente como yo?
Y ella, tan roja que podría haber rivalizado con el Marte, repondió:
-Y dígame usted... qué favor es ese.

Él, sin dejar de sonreír, inhalando el aire de la mañana como si quisiera respirarlo todo él y no dejar gota a nadie, empezó a decir:

-¿Podría usted...
Y se inclinó hacia ella para hablarle en el oído, mientras a ella se la llevaban los calores y los tembleques:
-¿Podría usted –continuó en un susurro- hablarle de mí a su encantadora hermana?

Y se echó unos pasos hacia atrás, sonriendo tanto que parecía a punto de quedarle la cabeza en dos partes, mientras ella cambiaba del rojo al blanco y otro caballero también habitual de aquellos paseos matutinos pasaba justo por allí y, dirigiéndose a ella, dijo con enojoso sarcasmo:
-Y ahora, si no le importa a usted, “señorita”, ¡¡volveré a ponerme el monóculo!!

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NORNA
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por NORNA »

La historia está chula, tienes una sintaxis perfecta y apoyo las peticiones de que te atrevas a mandar lo que escribes a algún lado a ver si "expertos" lo ven digno de publicar en algún blog o algún fanzine.

Pero eres un redicho de cojones.

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Nicotin
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Nicotin »

Sólo escribo para pasar el rato entre gallola y gallola proyecto y proyecto, y el sitio de expertos a donde lo mando es éste, que es el único sitio digno de que lo publiquen en él.

Pero lo de "redicho" me ha dado una idea; a ver si consigo escribir un texto tan absurdamente barroco, recargado e ininteligible que te haga saltar las retinas. Saltártelas con cariño, eso sí, pero a varios metros de distancia.

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Freetanga
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Freetanga »

A ver si puedes incluir las palabras:

Consternación, emuntorio, abrumadoramente horrísono.

Y que aparezca una luciérnaga furiosa, como en la canción.

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Don Pin Pon
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Don Pin Pon »

He tenido los santos cojones de leerme todo el tochazo que se ha marcado el menda lerenda y mi opinion es que efectivamente sabe expresarse bien, no le falta capacidad narrativa. Pero para la chorrada de historia que cuenta, explota esa capacidad para nada. Un tipo que al final cambia de idea y a quien se quiere ligar es a la hermana de la tipa, y un bizco que pasaba por alli.

Joder, en vez de soltarse algo denso pero con verdadero sentimiento, se raja y se marca esa pijada por si acaso entraba algun cabronazo como yo a tomarselo a cachondeo. No me extraña que no tenga huevos a intentar publicar nada. Ah perdon, es que solo lo hace por aficion.

Si, follar tambien dicen que mola mogollon.

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Nicotin
Manuel Fraga Iribarne
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Nicotin »

Tranquilo, la próxima irá de huerfanitos en la nieve y perritos abandonados. De mucho llorar.

Freetanga escribió:A ver si puedes incluir las palabras:

Consternación, emuntorio, abrumadoramente horrísono.


De hecho pegan hasta en la misma frase:

"Su emuntorio experimentó abrumadoramente horrísono alivio para consternación del animoso aventar del septentión, cual y ansí tornó su fluencia a esotros desencarados cardinales".

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Don Pin Pon
perro infiel bretón
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Don Pin Pon »

A ver si es verdad, que siempre sera mejor que de bostezar.

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