Relatos de Puagh y algún poema.

La editorial asocial, desde la mas inmunda basura hasta pequeñas joyas... (En obras)
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Relatos de Puagh y algún poema.

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Recopilación de relatos, algunos cuentan con la antigüedad de ser publicados en el forito por primera vez.


Con Dios.
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Paranoias en la taberna

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Paranoias en la taberna



1ª Paranoia


Me cago en la puta, me cago en la puta, mecagoenlaputa

Es lo único que oigo.

Lo oigo dentro de mi cabeza, sí, pero muy fuerte. Algo así: ME CAGO EN LA PUTA.

Cuando la cagamos por nuestros propios medios tenemos que cagarnos en algo ajeno inmediatamente. Es una manera de relajar tensiones. Como si eso sirviera de algo. Como si la puta tuviera la culpa.

Tal vez un mantra que deja la mente en blanco y aleja el problema. ¿Sirve cualquier cosa para componer un mantra? Quiero decir, si las palabras pueden tener algún sentido o sólo valen los ruidos inarticulados.

Y sigo mirando la pantalla como un imbécil, pero ya no leo lo que hay escrito. Me cago en la puta. Mi mirada en realidad traspasa el tubo de la pantalla. Aquí no hay nada. Todo negro. Si hubiera alguien por aquí dentro le preguntaría que por dónde se va al Nirvana. Debe andar cerca.

Me cago en la puta. Y ahora me doy cuenta de que no soy el único.

Vuelvo desde el vacío que acabo de tocar con la yemas de los dedos dentro del tubo de la pantalla de mi ordenador. El Nirvana es de nuevo inalcanzable. Me cago en la puta.

En el despacho de al lado, el enano cabezón que tengo por compañero también ensaya el mismo mantra: Me cago en la puta, me cago en la puta, me cago en la puta.

Era como una leyenda urbana, pero que te anunciaran el despedido con un correo electrónico el viernes entraba dentro de lo posible en esta mierda de empresa.

Es como jugar a la ruleta rusa. Los viernes por la tarde ni siquiera mandaba ningún mail con tal de no recibir ninguna respuesta. Y de repente bang. Finito.

Y ahora este mail. Y no soy el único que lo ha recibido.

Me cago en la puta, me cago en la puta, me cago en la puta.

Ya no sé si me lo vuelvo a repetir yo o es el enano. Me cago en la puta. Sí, lo que me imaginaba al enano de los cojones le acaba de entrar un ataque de pánico.

Esa idea me reconforta. Me dibuja una sonrisa en la cara. Me levanto de mi sitio y voy a su despacho.

Me lo encuentro de pie, dándole golpes a su teclado. Grita: Me cago en la puta. Tengo que intervenir, claro. Además qué me importa si a mi también me han puesto en la puta calle. El cabrón no se da cuenta y no deja de gritar mecagoenlaputa. Pero así, con ese acento cateto de valladolid que le salía cuando lamía culos.

Yo simplemente voy a hacer lo que se ve en todas las películas. Lo único que funciona con los que han perdido el control. Está fuera de sí el hijoputa.

Me cago en la puta, me cago en la puta, me cago en la puta.

Y le arreo una, dos, tres, cuatro y hasta cinco hostias con todas mis fuerzas para que se calle.

Me cago en la puta.




2Paranoia

Anoche tuve un sueño. Bueno tal vez fue una pesadilla. Y llevo todo el día sintiéndome como un gilipollas.

Era así: volvía a casa muy contento. Llevaba una bolsa y acababa de comprarme unos zapatos.

Esto ya en sí es una gilipollez porque odio ir de compras.

Si tuviera dinero tendría un personal shopper de esos que te trae las cosas a casa y sólo tienes que estrenarlas.

Pues yo volvía muy contento con mis zapatos. Me encantaban.

Abría la caja y se los enseñaba a L. Eran blancos. Tenían un adorno delante. Unas flores o algo así.

La cabrona de L. decía que eran muy bonitos.

Entonces me los ponía para salir a dar una vuelta y me daba cuenta de que eran de mujer.

Los típicos zapatos descubiertos por detras, puntiagudos y con un tacón muy bajo pero muy fino.

Y yo me los ponía. Me ponía unos putos zapatos de tía, como un gilipollas.

Y salía a la calle y estaba en Los Angeles y me iba a dar una vuelta por el Grove con mis putos zapatos de tía.

La gente me miraba y yo lo notaba. Y le preguntaba a L. si eran unos zapatos de señora y me decía que no que me quedaban muy bien.

Pero yo cada vez me sentía más ridículo con esos zapatos.

Y llevo todo el día dándole vueltas.
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Recursos

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Recursos




La gente dice que soy un cabrón. Y puede que tengan razón. Desde su punto de vista, claro. Desde el mío sólo puedo decir que nací para hacer mi trabajo. Me gusta. ¿Hay algún pecado en eso? Pues parece que nadie puede entenderlo.

Hace poco un colega me decía: “Trabajar en recursos humanos es como trabajar en las galeras del capital”. Me quedé pensándolo un momento y me imaginé aquella escena de Ben-Hur en la que gritaban: “Boga de ataque” y los látigos restañaban sobre las espaldas de los remeros, mientras el ritmo del tambor se hacía frenético. Un sentimiento de orgullo recorrió mi columna vertebral.

Boga de ataque. Hay que estar dispuesto a darlo todo en los momentos decisivos. Y quien no lo esté, no tiene sitio en este mundo.

Hago bien mi trabajo. No cabe la menor duda. No me tiembla la voz cuando tengo que llamar a alguien para despedirlo. Si el látigo no le ha hecho remar más fuerte no tiene sentido seguir dándole su ración de comida. Esto son lecciones que te enseña la vida. Todos somos recursos reemplazables. Lo que yo llamo: “el sentimiento práctico de la vida”.

Un ejemplo. Los últimos años de mi juventud los compartí con una mujer. Vivimos juntos casi tres años en un piso en alquiler. Su belleza era lo que necesitaba para terminar de decorar mi fotografía. Ella tenía sus planes de boda.

Un buen día recibí una llamada de teléfono. Me dijeron que ella había tenido un accidente, que estaba ingresada. Cuando llegué al hospital encontré una persona inconsciente que recordaba vagamente a la mujer hermosa que vivía conmigo. Pero aquel guiñapo ya no era bello. Los médicos nunca dicen nada. Tardaron varios días en confesarme que nunca más recuperaría su belleza, ni siquiera podría andar. Paralizada de cintura para abajo.

Ya no tenía ningún sentido. Y así se lo dije cuando recuperó la consciencia. Ya no me servía para bogar fuerte. No estaba dispuesto a desperdiciar el resto de mi vida junto a una paralítica con la cara deformada.
La verdad puede doler, pero a mi me lo pone dura. Recuerdo que allí, sentado en la habitación del hospital, mientras decía que la abandonaba, que cuando volviera a casa ya me habría llevado todas mis cosas, tuve una erección tremenda. Un ataque de priapismo descomunal.

Un recurso agotado.

Por eso me gusta mi trabajo. Me considero un científico que mide las capacidades humanas hasta sus límites. Cuando ya no dan más de sí, el recurso se ha acabado. Y yo me sigo empalmando cuando le comunico a alguien que la empresa va a prescindir de sus servicios.



...por que no eres nada.



Soy Dios. Decido sobre la vida y la muerte en mi reino. Decido sobre quién cumple y quién no. Desato mi ira divina. Y por eso la gente me respeta.

Cuando me cruzo con alguien por el pasillo, noto su miedo. Somos como animales y cuando nos asustamos generamos adrenalina que nos permita huir con mayor rapidez. Los músculos se tensan, las pupilas se dilatan, los poros se abren dispuestos a oxigenarse. Pero no hay sitio a dónde huir. Y yo huelo su miedo.

Soy un juez. Mis decisiones sientan precedente y marco el ritmo al que la gente se mueve. Me gusta moverme en este supuesto aire de imparcialidad y luego decir: “Si por mi fuera…” o “Si estuviera en mi mano…”. Pero en el fondo sé que se lo merecen, que deben irse a la puta calle, que si en realidad estuviera en mi mano no movería un dedo para evitar lo inevitable. Tengo la información y ellos lo saben. Todo es parte de la comedia pluscuamperfecta de este mundo.

Yo establezco lo que está bien y lo que no. Lo que se puede dejar pasar y lo que es pecado mortal. En mi religión no existe la confesión, el arrepentimiento y el perdón. Menuda estupidez. Eso es para los débiles.

Soy Dios y no existe lugar para el arrepentimiento de mis actos. No puedo errar.
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Memorias

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Memorias





En la foto se ve a un montón de hijos de puta. Nada más. Si se viera mejor seguro que reconocería a más de uno. Pero yo ya no estaba allí. Esa foto es de 1959 y a mi me trasladaron a Lompoc un año antes. Ese fue uno de los días más felices de mi vida. El día que salí de Alcatraz. Recuerdo que muy de mañana el cabrón de jefe de celadores me despertó con una cuba de agua fría y, con una voz que ya entonces sonaba a rancia, me dijo "Despierta, cubo de mierda. Te largas". Lo recuerdo mejor que cuando me dieron la condicional.
Allí, a los que se largaban, los llamaban pájaros. "Vuela, vuela pajarito", coreaban desde la galería. A mi me hubiera gustado girarme y hacerles a todos un corte de mangas. Me montaron en uno de esos barcos que cruzaban la bahía y no giré la vista. ¿Por qué iba a hacerlo? Allí no había dejado ni una mierda.
Espero que todos esos cabrones se pudrieran. Que no les quedara un hueso sano. La humedad y el salitre te comían por dentro. Primero te quemaban la cara, después los pulmones y luego, cuando fumarse un pitillo era ya un acto de contricción y notabas como con cada calada se te encharcaban los pulmores, te pulverizaban los huesos. Vi a gente comida por la tuberculosis romperse como el cristal. Un par de días en la enfermería y el viático. Aquello parecía un paberllón de tuberculosos más que una carcel. Y si no era una cosa era otra. La sífilis también se llevó a unos cuantos, y eso que ya la traían de fuera. Al gordo cabrón de Al Capone lo convirtió en un vegetal baboso. Sus últimos meses ya no podía salir ni de su celda en la segunda planta y los celadores para hacerse los machitos se acercaban hasta los barrotes y se descojonaban en su cara o se meaban en el camastro.
Que se jodan todos, porque eso es lo que se merecían. No había nadie que no se mereciera estar allí. Y para eso la construyeron, para juntarlos a todos, encerrarlos y tirar la llave al mar. Antes que civil, Alcatraz fue una carcel militar, y sus condiciones eran tan duras que ni siquiera los soldaditos quisieron seguir enterrando allí su escoria. Si te mandaban a Alcatraz te mandaban a la carcel dentro de la carcel, a donde encerraban a aquellos que ni siquiera podían tener ya encerrados en otras prisiones. Una jaula llena de auténticos pájaros.


Y este otro es su continuación:
Pero lo peor de estar allí encerrado era la ciudad. Esa puta mierda de ciudad. Tan lejos y tan cerca al mismo tiempo. Desde el patio podían verse sus calles empinadas y los tranvías recorriéndolas. Veías a la gente vivir, y eso te quemaba por dentro. Por eso me encantaban los días de niebla, porque entonces no estaba allí, no había nada, sólo un telón blanco y San Francisco desaparecía para darnos un descanso y no recordarnos como era la libertad. No restregarnos nuestra mierda en la cara.
Todas las noches maldecía a esos cabrones que vivían en la bahía, ajenos a la mierda de la isla que tenían delante. Pero nosotros no eramos ajenos a sus vidas. Las anhelabamos todas. Siempre había alguien con la mirada perdida en el skyline franciscano. Y esos eran los peores. Acababan ahorcados en sus celdas o intentando abrirse la cabeza en las duchas porque el encierro les podía. Ese era el tipo de preso más imbécil de todos los que había aquí dentro. Los que no dejaban de pensar en la vida fuera.
Para ellos las fiestas eran las peores fechas. Siempre me recordaban a sus viejos que ya no son capaces ni de ir a mear solos que siempre se ponen a llorar el día de Navidad y no dejan de repetir todos los años que ésta es la última que van a vivir. Pero ellos no eran viejos. Eran unos niños. Los más jóvenes de esta puta carcel. Y no dejaban de llorar en todas la Navidades, pensando en los pasteles de sus madres y de cómo habían llorado sus hermanas cuando se enteraron de que fueron ellos los que le habían metido cinco tiros en la cabeza al dueño de la licorería de su pueblo.
Y luego venía el día de año nuevo y entonces te daban ganas de meterles los cinco tiros en la cabeza a todos ellos. El día de año nuevo era uno de los más duros en Alcatraz. No sé por qué, pero año tras año, éste era el único día en el que llegaba hasta allí el ruido de la ciudad. Daba igual que fuera el día de la independencia o Thanksgiving, nunca se oía una mierda. Pero el uno de enero, desde la mañana temprana, los ruidos de la gente divirtiéndose, de las fiestas que se organizaban por toda la ciudad, se colaban por las ventanas de Broadway. Entiendo que entraran ganas de ahorcarse. Yo también las tuve.
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Diarios

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Diarios



Nunca pude imaginar, cuando conocí a Eloisa que todo fuera a terminar como ha terminado. Todos conocemos el procedimiento. Al principio la emoción del momento. Esas declaraciones de amor desesperadas y nada sensatas. Volver a sentirte como un adolescente, aunque tu barriga cervecera y tu historial de fracasos no sean tan juveniles. Sin darme cuenta en menos de un mes ya me había mudado a su casa y estabamos viviendo juntos. Todo fue muy rápido. Después, claro, llega la rutina, el aburrimiento. Normal en toda relación de pareja. Y también en este caso fue muy rápido. Empecé a sentir la asfixia y claustrofobia que producen los lugares cerrados. No veía oportunidad para desaparecer. Es tan difícil decir ciertas cosas. Pero también esta sensación desapareció. El día en el que empecé con mi pequeña afición, toda esta necesidad de evadirme de aquella casa se disipó. Fue el día que encontré su diario. No voy a argumentar en mi defensa que en principio intentara por todos los medios no leerlo, que intenté doblegar mi voluntad para no ser desleal con la persona con la que estaba durmiendo. No, eso sería demasiado mezquino. Tan sólo estaba buscando un par de calcetines que ella necesitaba y lo encontré oculto bajo su ropa interior. Nada más ver aquella tapa roja, limpia, sin nigún tipo de señal o título, supe que se trataba de un diario, y lo abrí, mientras podía oír su voz preguntándome si los encontraba.
Es imposible describir con palabras la sensación que sentí aquella primera vez. Podría compararse tal vez con el primer orgasmo o con esa sensación infantil que produce el descubrimiento de un nuevo juego. Sin embargo, a pesar de recordar con todo detalle aquella sensación, soy incapaz de traer a mi memoria lo primero que leí.
Me dije que necesitaba leerlo con más calma. Lo guardé donde lo había encontrado y actué como si no se me hubiera revelado uno de los mayores secretos de ella.
Nunca sentí ningún tipo de remordimiento por leerlo. Ella me había ocultado su escritura, yo le ocultaba su lectura. Era así de simple. En mi vida había conocido a nadie como conocí a Eloisa. Aquellos escritos suyos me desvelaban cada recodo en su cabeza, cada manera de actuar, de sentir, de pensar. Y sin embargo, continuaba sorprendiéndome. Pronto abandoné aquella estúpida intención de abandonarla. Es más, me mortificaba la idea de la distancia. Ahora me había convertido en el mejor de los amantes. Odiaba separarme de ella, aunque fuera por viajes de trabajo. En realidad odiaba separarme de sus diarios, o que fuera ella la que se alejaba de ellos. Durante esos días no tenía aquella dosis de lectura que mi cuerpo necesitaba e, incluso, notaba cómo mi carácter cambiaba y se volvía más agrio. El día que conoció a Guillermo fue un día especial para ambos. Para ella por enamorarse al instante, como confesaba. Para mi por darme cuenta de que no me importaba lo más mínimo que se hubiera enamorado de otra persona. Aquellos días fueron los mejores de todo el tiempo que he vivido con ella. Me encantaba repasar las confidencias que se hacían a escondidas, lo que le contaba de mi, la manera en que se citaban a escondidas. El día que hicieron el amor por primera vez quise hacérselo yo también, con la única finalidad de leer al día siguiente si se lo había dicho a él o no. Pero la angustia volvió pronto. Sus reflexiones pronto abandonaron a Guillermo y se centraban en cómo iba a decirme que quería dejarme, que quería irse a vivir con su nuevo amante, que quería que abandonara su vida. Hasta hoy.
Cuando he vuelto de trabajar, como todos los días he buscado en su cajón, y como todos los días ahí estaba lo que había escrito en mi ausencia. Hoy era más escueto que otras veces, tan sólo decía: "Adiós, nunca volveré. Puedes quedarte mi diario porque, en realidad, es lo único que quieres de mi". Todavía la estoy esperando aquí sentado. No creo que sea capaz de irse sin su libreta de tapas rojas.
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METOPAS Y TRIGLIFOS

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METOPAS Y TRIGLIFOS (pequeño homenaje a Cortazar y a Cunnings)





De cómo se comportan los triglifos en público

Por todos es sabido que los triglifos son seres egocéntricos y parasitarios. No llevan, como en el caso de las metopas, la alegría a donde quiera que dirijan sus pasos. Tan sólo pasean su altanería y miran de reojo al resto de paseantes con los que se cruzan, incluidos los demás triglifos, a los cuales no les une ningún tipo de camaradería, compadreo o clientelismo. A partir de estos patrones de conducta son capaces de tejer otros muchos, en nada dispares y sí muy cercanos al anteriormente citado. Por ejemplo, cuando un triglifo, con su traje de chaqueta y su bombín, se cruza en la ópera con una metopa que no deja de tararear la obertura de la representación que están presenciando, lo más normal es que la envidia y la inquina cieguen al triglifo y reúna un pequeño contubernio a su alrededor con la única finalidad de criminalizar a la inconsciente metopa que ensucia con su alegría tan magna partitura.


De por qué los triglifos no saben jugar a los bolos y a los metopas no le gustan los paraguas

Existe una leyenda que cuenta cómo fue la última vez que un triglifo intentó jugar a los bolos. Por todo el mundo es conocido este caso y por eso nadie se extraña ya de ver tan sólo metopas zangolotinos en las boleras. Los triglifos, dada su condición reposada y sedimentaria, prefieren otro tipo de juegos, tales como el parchís, en los que el desgaste físico y espiritual no exige un esfuerzo condensable en kilojulios o en caballos de vapor, para el caso es lo mismo. Este mismo repelús por la actividad psicomotora es, del mismo modo, aplicable a la sensación experimentable cuando las gotas de lluvia humedecen las ropas de los triglifos. Por este motivo, y por otros muchos que ahora no vienen al caso, capital complemento del conjunto de los triglifos es el paraguas. Sin embargo para los metopas esto no es más que un chisme inútil y apajarrado. Ningún metopa tiene paraguas o cualquiera de los miembros de esta familia de cachibaches (tales como quitasoles, parasoles, sombrillas, etcétera). Y su absoluta desidia por la posesión de los paraguas no se debe a no encontrarles utilidad (a los metopas les encantaría guarecerse de las crueles gotas de lluvia en todo momento), sino a su total incapacidad para guardarlos. Los metopas, muy a diferencia de los triglifos, se sienten incómodos bajo el mismo techo con un paraguas en el paragüero. De aquí también se puede ir comprendiendo por qué los triglifos no gustan de los bolos, por si antes no quedó suficientemente explicado.


Del asco que sienten los triglifos por las mensuras

Aunque triste, los triglifos no nacieron para practicar el noble arte del cortejo ni del apareamiento. Son sujetos más bien apalancados, que deshojan su timidez por medio de interminables epístolas que nunca llegarán a sus destinatarios, y que posteriormente usan como lectura en las interminables horas gastadas entre las paredes de los excusados. Es difícil encontrar una pareja de triglifos que comparta algo más que su amor por la diletancia. Sin embargo no es del todo imposible. Mucho más inverosímil parece el avistamiento de una pareja de un triglifo y un metopa. Y del todo punto improbable otra formada por un triglifo y una ménsula. Las ménsulas son esos seres creados, tan sólo, para ser apreciados y disfrutados por su belleza. Pequeñas obras de arte a las que un Pigmalión cualquiera les ha dado vida. Es imposible conseguir que una ménsula deje de ser el centro de atención en cualquier reunión social, por razones obvias. Para un triglifo esto es inaceptable, ya que, por un lado, su misma naturaleza no les permite apreciar la belleza y la delicadeza de las formas mensulares y, por otro, sólo ellos, piensan, están capacitados para ser el epicentro de todo asambleismo.


De por qué los triglifos nunca tienen hora

Nunca se debe pedir la hora a un triglifo. Ni la hora ni cualquier otra cosa de similar naturaleza. Su respuesta siempre es la misma: no tengo. Pero la respuesta en este caso es lo de menos. Es mucho más espinoso para el espíritu la actitud. En su inconfundible estilo cortante y maleducado, los triglifos enchidos de soberbia no responden, desprecian. Aún así tampoco queda tan claro por qué no tienen hora nunca. Algunos, piensan en silencio (tratándose de los triglifos nadie se atreve a levantar la voz) que en lo más profundo de sus bolsillos llevan, junto al moquero, relojes perfectamente engrasados que tan sólo retrasan un par de segundos al año. Pero semejante tesoro no es digno de compartir, y no por miedo al hurto, sea o no con nocturnidad, sino por no ser capaces el resto de mortales de apreciar el regalo infinito que supone que un triglifo te dé el momento exacto en el que se desarrolla tu existencia y de manera gratuita.
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Trenes

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Trenes




Pongamos que eran los primeros años del siglo pasado. Eusebio, cercano a la ochentena y lleno de achaques, no entraba en razón. Todos los días la misma cantinela. "Anda, llévame a Granada, que quiero ver a tu hermana antes de morirme". Y su pobre hijo, Juan, ya no sabía qué responderle. "Pero padre, no ve usted que ya está muy mayor, que el viaje es largo y que ya no es un chiquillo".
El caso fue que tras un tiempo de esta guisa, sin saber por qué, un día Juan tuvo que levantarse con el pie cambiado y accedió a los deseos de su padre.
Cogieron el tren en su pueblo, con un atillo y provisiones para el viaje. Eusebio todo cariacontecido, Juan preocupado por la salud de su padre.
Y llegaron a Granada, y se alojaron en casa de la Niña, y a Juan se le olvidó el problema de la vuelta al pueblo y de la salud de su padre.
Pero el destino es el destino y no atiende a razones. El día que volvían a coger el tren de vuelta a su pueblo, Eusebio amaneció muerto en la cama de la Niña. Los peores presagios de Juan se hicieron cruel realidad. ¿Qué hacer ahora con su padre muerto? Fueron largas, a la vez que atropelladas, las conversaciones que mantuvo con su hermana y con su cuñado. No tenían el dinero necesario para pagar su traslado hasta el pueblo, si apenas si le había llegado con los últimos jornales para pagar los dos billetes de tren. Y enterrarlo en la capital tampoco era opción. No, su padre tenía que descansar junto a su madre, como había sido siempre su voluntad. Así que no les quedó otra opción.
Entre su cuñado y él, sin llamar la atención, subieron a Eusebio al tren. Buscaron un compartimento vacio y dentro se encerraron hijo y padre rígido. El primero rezando porque se le hiciera corto el viaje, el segundo cayéndose hacia todos los lados con cada traqueteo del tren.
Juan pensaba avisar de la muerte al revisor justo antes de llegar al pueblo, así por lo menos tendría a alguien que le echara una mano, aunque fuera al cuello, para bajar al finado del tren.
Pero el vieje no fue corto, y el calor del compartimento cada vez era más agobiante. Y a dónde iba a ir el pobre Eusebio si nunca iba a ser ya capaz de volver a decir esta boca es mía. Por eso Juan decidió salir al pasillo y encenderse un cigarro y quién sabe si pegar la hebra con algún improvisado contertulio.
Así que el tren siguió su camino sin mayores contratiempos y, en éstas, en una de aquellas interminables paradas de tránsito, Julián, quinto llamado a filas, se despidió de su novia intercambiándose la última carta que en la vigilia nocturna precedente ambos habían atacado con dispares fortunas, y subió al tren.
Otra vez el destino irreductible jugó su baza ,y quiso que Julián entrara en el compartimento ocupado por Eusebio y por su despreocupado hijo, ocupado ahora en debatir sobre la muerte de Canalejas con otros dos circunstanciales viajeros dos vagones más allá en dirección a la locomotora.
Julián, con su uniforme recién planchado y su petate bien liado, saludó al entrar. La educación por delante, como siempre decía su madre. No fue Eusebio quien le saludara, aunque él jurara y perjurara después que el saludo fue devuelto con deferencia y discreción. El caso es que con todas sus fuerzas intentó colocar en los portaequipajes colgantes su ato, con la mala fortuna que el tren se puso en marcha y no pudo caer nada más que sobre la cabeza del ya de por sí sufrido Eusebio, derribándolo.
"Ay Dios mio, ay Dios mio que lo he matao". Esas fueron las únicas palabras que podía articular Julián mientras hacía frente a su aciaga realidad. No podía presentarse en el cuartel con un muerto ya sobre sus espaldas. Le formarían un consejo de guerra. Incluso hasta podían fusilarlo. No, no le quedaba otra opción. Así que como mejor pudo, agarró a Eusebio, en una posición muy poco honorable para los dos, y lo tiró por la venta. Diciendo así adiós a sus problemas. Muerto el perro se acabó la rabia.
O por lo menos eso pensaba hasta que llegó Juan. Al principio Juan pensó que se había equivocado de compartimento. Rehizo su camino contando las ventanas del pasillo tres veces, mientras que la angustia crecía en progresión geométrica. Cuando ya no le cabía ninguna duda, su cara era aún más pálida que la de su difunto padre. "¿Y el hombre que estaba aquí sentado?" Pregunta embarazosa donde las haya para el propio verdugo. Pero en disimular Julián era un maestro y le salió tan natural. "Pues ha dicho que se estaba poniendo muy malo y se ha bajado en la última estación".
Cuentan que de madrugada todavía vieron a Julián y a Juan recorriendo las vias en dirección a Granada.
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