El mejor momento del día siempre llegaba poco antes de las seis de la tarde. Eran otros tiempos, eran otras costumbres, eran otros hábitos. Como siempre, a las cinco de la tarde venía mi padre a recogerme al colegio. Un
Tigretón, esa era la mejor merienda que se le podía comprar a un niño, y religiosamente mi padre me la compraba en la tienda de ultramarinos que estaba al lado de mi colegio. Paseábamos hasta casa. Y allí, mientras yo me comía con hambre voraz mi Tigretón, mi padre me preparaba un vaso de
Colacao. Después, sentado en la mesa, bebiendo ese manjar indescriptible, veía cómo los minutos pasaban lentamente en el reloj de pared hasta las seis de la tarde, hora con la que daba comienzo la programación infantil y
BARRIO SÉSAMO (esa serie que vosotros, cenutrios, parece ser que no conocisteis) y en la que yo terminaba el último sorbo de mi leche enriquecida.
Durante mi más tierna infancia, Barrio Sésamo y el Colacao siempre fueron inevitablemente unidos, y eso, por más que me hayáis quitado el post sobre Barrio Sésamo, no me lo vais a robar a estas alturas de mi vida, cabrones. El Colacao para mí siempre ha ido unido a las tardes, a ese momento placentero, no al desagradable despertar matutino, no a la acuciante responsabilidad de ir al colegio, no a las legañas y a los sueños interrumpidos.
Conforme pasan los años, los recuerdos se van perdiendo, las imágenes desaparecen de nuestras cabezas, y la memoria empieza a valerse de otro tipo de mecanismos. Recordamos mejor sensaciones que momentos. Y eso es lo que me pasa a mí cada vez que procedo, con la reverencia debida a una ceremonia religiosa, a tomarme un vaso de leche con Colacao. Su sabor me transporta a aquellos días en los que mirando fijamente el reloj colgado en la pared, deseaba que los minutos corrieran más deprisa, que el tiempo se apurara y dejara de hacerse de rogar tanto, para empezar a disfrutar de aquellas imágenes que tanto solaz me aportaban.
No fue hasta mucho tiempo después, cuando supe de la existencia de distintos sucedáneos de esta delicatessem. ¿Cómo alguien se atrevía a intentar imitar la obra cumbre de la alimentación perfecta? ¿Cómo alguien intentaba llegar a usurpar la cuota de mercado de aquella maravilla nutricional moderna? El choque con la realidad fue brutal, lo recuerdo perfectamente. Un día, al hacer la compra, dramáticamente, el Colacao se había acabado, y mi madre, con su mejor voluntad, cogió lo primero que se le vino a la mano, esa aberración sacrílega a la que dieron en denominar “
Nescuik”. Si no hubiera sido por mi tierna candidez y desinformación, cuando probé aquel engendro hubiera invocado al santo espíritu de Torquemada para que organizara unas buenas lumbres con los fabricantes de aquellos polvos.
Y es que no nos engañemos, el sabor del Colacao es inconfundible. Hagan la prueba. Pregunten a cualquier niño de 4 años. Denle un vaso de Colacao y otro de cualquier sucedáneo. Siempre adivinará cual de los dos es el Colacao, mientras que el sucedáneo podrá parecerle este u otro cualquiera.
Al día siguiente, en el patio del colegio, la polémica estaba servida. Cuando conté que había tomado una cosa que intentaba imitar al Colacao y que estaba malísima, la incredulidad campó a sus anchas. Hubo escepticismo, pues entre las sabias mentes de mis compañeros no podía entrar el concepto de imitación de lo inimitable, y los que llegaban a aceptar esta posibilidad, no lograban entender cómo en esa imitación lo sublime, pasara a ser algo infecto.
Seamos realistas. El “Neskuik” surge como la respuesta teutona a un producto tan exitoso y tan castizo como el Colacao. ¿Quién puede fiarse de un alemán? Intentadlo, y en menos que canta un gallo ya habrá invadido Polonia por enésima vez.
Pasaron las semanas y aquellos ingenuos colegiales que acudían conmigo a la escuela a diario fueron probando el “Nescuik” y otras espurias imitaciones del Colacao. Los tiempos cambiaban y las personas con ellos y hubo incluso algunos de mis compañeros que comenzaron a tomar “Nescuik” rutinariamente. Algunos, empujados por tristes circunstancias familiares (hermanos mayores déspotas, problemas económicos, desatención paterna), otros simplemente echados a perder como se echan a perder los champiñones (nota mental que no viene al caso: tengo que tirar los champiñones del frigorífico, no vayan a formar una colonia hostil frente al resto de mi comida), adoptando al sucedáneo frente al original.
Antes, como hoy, los niños en los colegios se dividen entre los que toman Colacao y los que no. Esta división puede parecer en principio baladí, pero si realizamos un estudio y un seguimiento de los objetos de muestra, podemos llegar a alcanzar resultados sorprendentes. No vayais a pensar que sólo me refiero a los que se quedaron hechos unos enanos o a los que no les gustaban los grumitos, seguramente por culpa de algún complejo interior que debería de trartar algún especialista de tres al cuarto como Mr Sad, no, no se puede plantear un debate sobre el Colacao con argumentos tan poco fiables. Para que os hagais una idea de las repercusiones sobre este tema os pongo el ejemplo de mi clase de EGB:
Juan Carlos Gutiérrez tomaba Colacao. Era un niño retraído y tímido. Hace dos meses me mandó un mail: acaban de nombrarle el socio más joven de uno de los despachos de abogados más afamados de España.
Carmelo Navarro también tomaba Colacao. Se sonaba los mocos con las mangas de los jerseys y, curiosamente, era el niño que más sangraba por la nariz de todo el colegio. Muchas veces, al mirar su nariz fijamente, conseguías provocarle una hemorragia. Ahora trabaja en la NASA, en cabo Kennedy, es uno de los ingenieros aeroespaciales más importantes de España. Su problema con la nariz parece resuelto.
Eusebio López no tomaba Colacao. A parte de quedarse hecho un canijo toda su vida, nunca llegó a aprender a leer correctamente, ya no os digo a escribir. Lo último que sé de él es que cumplía condena en Alcalá-Meco durante una larga temporada.
Cristino Romero no tomaba Colacao. Siempre fue el más querido por los curas con tendencias pedófilas. Dejó embarazada a su novia del instituto. Tuvieron una hija y a la edad de 20 años, la novia los abandonó a ambos para irse con un feriante, el que recogía los tickets de los Torpedos.
Pero no penséis que todos los que tomaban Colacao eran los empollones de la clase y, claro, así es más fácil establecer una correlación,
Colacao=Triunfo. No. Fernando Rodríguez, uno de los niños más malos que han pasado por las aulas de Nuestra Señora de los Remedios, apodado el Cherif, por ser el único que veía una serie de culos y tetas que se llamaba el Sheriff Lobo, de la que luego nos daba buena cuenta, también tomaba Colacao. En un oportuno giro del destino, consiguió entrar en un módulo de FP de fontanería y ahora tiene la empresa de fontanería más grande de La Carlota (Córdoba) donde es feliz y orgulloso padre de trillizas.
Los ejemplos podrían continuar
ad nauseam, pero para los que no os parezca suficiente aquí va otro, definitivo.
Este tomaba Colacao, está claro
Es el Colacao desayuno y merienda ideal... Colacao
Ellos no tomaban Colacao, y así se quedaron
Pues a nosotros se nos pone dura con el conejo de Nescuik.
Es que somos raritos
Menuda panda de TRUTXONES