Estaba sentado en la cafetería, qué malo estaba aquel café, debía haber pedido un té, como siempre, o una cerveza, un poco de vino, pero no, había pedido el café sin darse cuenta, porque todo el día llevaba la imagen de Anna en la cabeza. Anna por la mañana muy temprano, líricamente despeinada, Anna gritando en el pasillo cuando pisaba descalza las baldosas frías, Anna riendo en la escalera mientras salían juntos, adiós, adiós, no olvides el pan, y cuánto se quejaba él, dichoso pan y dichosa panadería, y tendré que irme hasta allí como siempre, claro, y Anna que decía que sí, que claro, cállate gruñón, ése es el único pan comestible de todo Berlín. Anna con su nariz de invierno friolero y la gorra de fieltro militante, Anna tan radical y tan pequeña, con el corazón enredado en su bufanda, la tenía, la tenía, la tuve tantos momentos, tantos minutos, por qué no podemos cortarlos como flores, juntarlos como sellos en bolsas transparentes para después sacarlos, mirarlos, besarlos, sin prisas y con fuego, con lenta morosidad, y sin esta ignorancia estúpida de que no durarán para siempre, de que luego, otro día, mañana o trescientos sesenta segundos después, ya no los tendremos, pero ah, sí, diríamos, no los he perdido, los puse aquí, en este cajón. Y ahora los saco y los miro, el momento en que me dijo que me quería, el momento en que me deshizo el alma con un beso, y cuando me tocaba despacio, despacio, o salvajemente, cuando era el tiempo de los tiernos dientes y de arrasar las noches y las sábanas, lo puse todo aquí, en este cajón, en este archivador de momentos, y quiero el momento en que nos sentábamos aquí, en esta cafetería no más triste que otras, con un café no más aguado que otros para Anna. Yo decía, cuántas veces lo dije, pero no pidas café, joder, si es lo peor, vámonos, Dirk, vámonos (oh esos miles de momentos en que dijiste mi nombre, Anna, por qué no se pueden guardar los momentos como los botones de las camisas viejas), pero no querías irte de la cafetería, querías irte de allí, irte al otro lado, donde todo es mejor y más fácil, Dirk, pero Anna, no vuelvas con lo mismo, y entras en las tiendas y hay muchos pantalones de cada talla y de todos los colores, cualquier día, a cualquier hora, y él, Anna, sabes que a partir de las ocho hay orden de disparar, sabes que yo disparé cuando estaba en el muro, hace tres años, sabes que lo dejé porque no me gustaba disparar y lo hacía, Anna, se hace, se hace de verdad, no es un juego de niños, joder, esto es serio, y allí se puede pedir café italiano, Dirk, ¡imagínate!, Dios, Anna, quieres que nos juguemos la vida para tomar un café. Sí, eso querías, que corriéramos agachados en la oscuridad, que sintiéramos los golpes del corazón en la garganta, que nos corriera el sudor por los costados como un cosquilleo de pánico, querías deslizarte entre los ávidos fusiles y no podías dejar de pensar en hacerlo. Y todo por el puente, maldito puente que veías desde la ventana de la habitación cada mañana, es que, Dirk, siempre lo he visto, desde que tengo memoria, son ya más de veinte años y nunca he pasado por él, solamente pasar, a lo mejor si pudiera pasarlo, pisarlo, tocar el suelo con las manos, palpar el hormigón rugoso de ese puente horrible, sintiendo que podría volver a hacerlo siempre que quisiera, entonces dejaría de pensar en marcharme, si pudiera elegir dónde estoy tal vez querría estar aquí, por qué no, pero esta prohibición, esta jaula, no lo aguanto, Dirk, y al final Anna dijo contigo o sin ti, Dirk, me paso al otro lado, era una mañana como ésta exactamente un año atrás, él se fue con el corazón lleno de furia de esa misma cafetería con olor a café malo, y ella no volvió esa noche a casa.
Hermann se sentó en su mesa porque Dirk estaba solo. Qué pasa, qué pinta de hecho polvo te gastas, Dirk, alegra esa cara, hombre. Pero ¿qué haces tomando café, Dios santo, no sabes que aquí el café es lo peor?, no me extraña que tengas tan mal aspecto, venga, anímate, mira a Schabowski en la tele, igual nos va a dar grandes noticias, ¿no? Pero ninguno de los dos esperaba grandes noticias, ni pequeñas, porque nunca cambiaba nada, y eran iguales todos los días y todas las desesperaciones, así que no importaban sus palabras, Schabowski llevaba cerca de dos horas de conferencia y parecía estar terminando ya, hablando una vez más de policía y de visados, ¡no se oye nada!, se quejaba Hermann, ¿ha dicho algo de la manifestación de Nuevo Foro, has prestado atención?, no, Dirk no había prestado atención, no le importaba el movimiento aperturista del régimen, si es que existía tal cosa, en la televisión un periodista preguntó por la entrada en vigor del reglamento y acabó por fin la rueda de prensa. Y ya era muy tarde, hora de irse a casa, te acompaño, dijo Hermann, era evidente que estaba con ganas de compañía, justamente tenía que ser ese día de recuerdos terribles y justamente tenía que ser Hermann que no entendía una indirecta, tendría que decírselo por las buenas, y se lo dijo, pero aquel Hermann, ni hablar, ni hablar, yo te acompaño te pongas como te pongas, no te veo nada bien y no me gusta dejarte solo, además verás como te animo, hombre, tienes que oír todo lo que está pasando con Nuevo Foro, estos tíos se están moviendo de verdad, las cosas van a dar un cambio, un vuelco, Dirk, es importante para todos nosotros como ciudadanos. Lo arrastró a casa y tuvo que escucharle durante siglos de hastío, hasta que Hermann se sacó una radio pequeñita del bolsillo y con mucho misterio se puso a sintonizar una cadena de ellos, para saber si estaban contando lo de la manifestación de Leipzig, joder con la manifestación y con los aniversarios, joder con la conmemoración de la noche de los cristales rotos, también decía Anna que Dirk tenía el corazón duro y frágil, como un cristal, y ella lo había roto una noche como ésa exactamente un año atrás, ¿es que iba a tener que conmemorarlo oyendo a media Alemania hablar de Nuevo Foro? Hermann estaba ensimismado con una emisora de la que salía más estática que palabras inteligibles, escucha, escucha, es el Parlamento, era el de los otros, claro, pero al menos mientras se esforzaba en descifrar los gruñidos y chasquidos del aparato de radio le dejaba a él pensar, una y otra vez en Anna, que sí, tenía razón cuando le decía que era un cobarde, no, no se lo dijo, nunca se lo hubiera dicho, pero lo pensaba y se le notaba en la sonrisa que temblaba a veces en sus ojos, ay los ojos de Anna como dobles soles verdes, la marea amarilla de su pelo desmoronándose sobre su rostro, la pasión áspera que él le arrojaba como una red esperanzada para retenerla, sin atreverse a confesarle que la quería como un loco, no podía vivir sin ella, ya no pasaría ni un día más así, ni un día más. Basta, basta de esto, está decidido, me pasaré esta misma noche, pero no lo voy a seguir pensando o me estallará la cabeza, se dijo a sí mismo intentando atrapar su cerebro que se le escapaba, y en ese momento Hermann se levantó de un salto, gesticulando, vamos, vamos, lo cogió del brazo, gritaba, corre, vamos allá, Dirk no podía soltarse de su mano engarfiada en su chaqueta mientras con la otra agitaba la radio de la que salía, entre salvajes chasquidos, un coro desafinado de voces que cantaban el viejo himno. “Deutschland, Deutschland über alles”, qué demonios es esto, ¿oyes, lo oyes, Dirk?, gritaba Hermann, ¡son los parlamentarios!, lo arrastraba hacia el muro, pero Hermann, son las diez de la noche, dónde crees que vamos, qué te pasa, y qué era aquello, aquella gente corriendo a su lado, casi silenciosos, como una procesión de fantasmas, hacia el muro, hacia el muro, y allí estaba por fin, pero qué hacía esa multitud agolpándose frente a la garita, Dirk, Dirk, gritaba Hermann, Schabowski lo ha dicho en la rueda de prensa, está abierto, el muro está abierto, no hace falta el visado, podemos pasar, ¡míralos, Dirk! ¡están pasando, están pasando todos!, y era verdad, pasaban todos, toda la inmensa marea de gente que los arrastraba también a ellos dos, hasta traspasar la garita y pisar el puente, el hormigón rugoso que cientos de veces Anna había mirado y soñado: Dirk estaba corriendo sobre él, corriendo hacia Anna, mientras a su alrededor giraba la noche inmensa, los jadeos de Hermann, la risa incrédula de alguien, las voces que ahora claramente cantaban en la radio ¡Alemania, Alemania!, y las lágrimas al fin, tantas y tantas lágrimas, y tan dulces.
El puente
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