Cosimo y Viola.
Publicado: 09 Nov 2003 21:28
- ¿Y con quién conqueteabas?
Y ella:
- Ya ves. Estás celoso. Mira que no te permitiré nunca estar celoso.
Cosimo tuvo un arrebato de celoso excitado a pelear, pero de inmediato pensó: <<¿Cómo? ¿Celoso? Pero ¿por qué admite que pueda estar celoso de ella? ¿Por qué dice "no te permitiré nunca"? Es como decir que piensa que nosotros...>>.
Y entonces, ruborizado, conmovido, tenía ganas de decirle, de preguntarle, de oír, y en cambio fue ella la que le preguntó, seca:
- Cuéntame ahora tú: ¿qué has hecho?
- Oh, he hecho algunas cosas -empezó a decir él-, he ido de caza, hasta jabalíes, pero sobre todo liebres, zorros, garduñas, y además, claro está, tordos y mirlos; y además los piratas, vinieron los piratas turcos, hubo una gran batalla, mi tío murió; y he leído muchos libros, para mí y para un amigo mío, un bandido ahorcado; y tengo toda la Enciclopedia de Diderot y hasta le escribí y me contestó, desde París; y he hecho muchos trabajos, he podado, he salvado un bosque de los incendios...
- ...¿Y me amarás siempre, absolutamente, por encima de todo, y harás cualquier cosa por mí?
Ante esta salida, Cosimo, pasmado, dijo:
- Sí...
- Eres un hombre que ha vivido en los árboles sólo por mí, para aprender a amarme...
- Sí..., sí...
- Bésame.
La apretó contra el tronco, la besó. Alzando el rostro se dio cuenta de la belleza de ella, como si nunca la hubiera visto antes.
- Oye: qué hermosa eres...
- Para ti -y se desabrochó la blusa blanca. El pecho era joven y con botones rosa, Cosimo apenas llegó a rozarlo. Víola se le escurrió entre las ramas, parecía volar; él trepaba detrás y tenía la falda en la cara.
- Pero ¿adónde me estás llevando? -decía Viola, como si fuera él el que la conducía y no ella la que lo arrastraba tras de sí.
- Por aquí -dijo Cosimo y empezó a guiarla, a cada cambio de rama la cogía de la mano o de la cintura y le enseñaba los pasos-. Por aquí -y andaban por ciertos olivos que sobresalían de un empinado repecho, y desde la cima de uno de ellos el mar, que hasta entonces divisaban sólo trozo a trozo entre hojas y ramas, como fragmentado, ahora lo descubrieron de repente tranquilo y límpido y vasto como el cielo. El horizonte se abría ancho y alto y el azul estaba tenso y despejado sin una vela y se podían contar las crestas apenas acentuadas de las olas. Sólo una levísima resaca, como un suspiro, corría por las piedras de la orilla.
Con los ojos medio deslumbrados, Cosimo y Viola volvieron a meterse entre la sombra verde oscuro del follaje.
- Por aquí.
En un nogal, en el tronco, había una cavidad en forma de concha, la herida de un viejo trabajo de hacha, y allí estaba uno de los refugios de Cosimo. Había una piel de jabalí extendida, y a su alrededor una botella, algunos utensilios, una escudilla.
Viola se lanzó sobre la piel.
- ¿Has traído aquí a otras mujeres?
Él vaciló. Y Viola:
- Si no las has traído no eres hombre.
- Sí... Alguna...
Se ganó un bofetón con toda la mano.
- ¿Así me esperabas?
Cosimo se pasaba la mano por la mejilla roja y no sabía que decir; pero ella ya parecía bien dispuesta de nuevo:
- ¿Y cómo eran? Dime, ¿cómo eran?...
- No como tú. Viola, no como tú...
- ¿Qué sabes cómo soy yo? ¿Eh? ¿Qué sabes?
Se había vuelto dulce, y Cosimo no acababa de asombrarse de estos cambios repentinos. Se le acercó. Viola era de oro y miel.
- Dime...
- Dime...
Se conocieron. Él la conoció a ella y a sí mismo, porque en realidad nunca se había conocido. Y ella lo conoció a él y a sí misma, porque aun habiéndose conocido siempre, jamás se había podido reconocer así.
Y ella:
- Ya ves. Estás celoso. Mira que no te permitiré nunca estar celoso.
Cosimo tuvo un arrebato de celoso excitado a pelear, pero de inmediato pensó: <<¿Cómo? ¿Celoso? Pero ¿por qué admite que pueda estar celoso de ella? ¿Por qué dice "no te permitiré nunca"? Es como decir que piensa que nosotros...>>.
Y entonces, ruborizado, conmovido, tenía ganas de decirle, de preguntarle, de oír, y en cambio fue ella la que le preguntó, seca:
- Cuéntame ahora tú: ¿qué has hecho?
- Oh, he hecho algunas cosas -empezó a decir él-, he ido de caza, hasta jabalíes, pero sobre todo liebres, zorros, garduñas, y además, claro está, tordos y mirlos; y además los piratas, vinieron los piratas turcos, hubo una gran batalla, mi tío murió; y he leído muchos libros, para mí y para un amigo mío, un bandido ahorcado; y tengo toda la Enciclopedia de Diderot y hasta le escribí y me contestó, desde París; y he hecho muchos trabajos, he podado, he salvado un bosque de los incendios...
- ...¿Y me amarás siempre, absolutamente, por encima de todo, y harás cualquier cosa por mí?
Ante esta salida, Cosimo, pasmado, dijo:
- Sí...
- Eres un hombre que ha vivido en los árboles sólo por mí, para aprender a amarme...
- Sí..., sí...
- Bésame.
La apretó contra el tronco, la besó. Alzando el rostro se dio cuenta de la belleza de ella, como si nunca la hubiera visto antes.
- Oye: qué hermosa eres...
- Para ti -y se desabrochó la blusa blanca. El pecho era joven y con botones rosa, Cosimo apenas llegó a rozarlo. Víola se le escurrió entre las ramas, parecía volar; él trepaba detrás y tenía la falda en la cara.
- Pero ¿adónde me estás llevando? -decía Viola, como si fuera él el que la conducía y no ella la que lo arrastraba tras de sí.
- Por aquí -dijo Cosimo y empezó a guiarla, a cada cambio de rama la cogía de la mano o de la cintura y le enseñaba los pasos-. Por aquí -y andaban por ciertos olivos que sobresalían de un empinado repecho, y desde la cima de uno de ellos el mar, que hasta entonces divisaban sólo trozo a trozo entre hojas y ramas, como fragmentado, ahora lo descubrieron de repente tranquilo y límpido y vasto como el cielo. El horizonte se abría ancho y alto y el azul estaba tenso y despejado sin una vela y se podían contar las crestas apenas acentuadas de las olas. Sólo una levísima resaca, como un suspiro, corría por las piedras de la orilla.
Con los ojos medio deslumbrados, Cosimo y Viola volvieron a meterse entre la sombra verde oscuro del follaje.
- Por aquí.
En un nogal, en el tronco, había una cavidad en forma de concha, la herida de un viejo trabajo de hacha, y allí estaba uno de los refugios de Cosimo. Había una piel de jabalí extendida, y a su alrededor una botella, algunos utensilios, una escudilla.
Viola se lanzó sobre la piel.
- ¿Has traído aquí a otras mujeres?
Él vaciló. Y Viola:
- Si no las has traído no eres hombre.
- Sí... Alguna...
Se ganó un bofetón con toda la mano.
- ¿Así me esperabas?
Cosimo se pasaba la mano por la mejilla roja y no sabía que decir; pero ella ya parecía bien dispuesta de nuevo:
- ¿Y cómo eran? Dime, ¿cómo eran?...
- No como tú. Viola, no como tú...
- ¿Qué sabes cómo soy yo? ¿Eh? ¿Qué sabes?
Se había vuelto dulce, y Cosimo no acababa de asombrarse de estos cambios repentinos. Se le acercó. Viola era de oro y miel.
- Dime...
- Dime...
Se conocieron. Él la conoció a ella y a sí mismo, porque en realidad nunca se había conocido. Y ella lo conoció a él y a sí misma, porque aun habiéndose conocido siempre, jamás se había podido reconocer así.