Payasos en la lavadora

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mayhem
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Payasos en la lavadora

Mensaje por mayhem »

PAYASOS EN LA LAVADORA, de Álex de la Iglesia

CAPÍTULO 1
COMO RATAS EN UN NAUFRAGIO

(fragmento)

A partir de cierto punto no hay retorno. Ése es el punto que hay que alcanzar.
KAFKA


Habría que matarlos. ¿Por qué coño me miran con esa cara? Ese tipo con el chamberguillo, con su cara de mierda, me mira. Debería acercarme y darle un pellizco en los carrillos, retorciéndoselos con toda mi alma, y luego dejarle ir, como si nada.

La gente me da ascopena. Todas esas caras distintas... ¿No es obsceno? ¿No es repugnante pensar que todas las caras que llenan las calles, esas hordas de rostros confusos, nunca se repiten? Millones de combinaciones, a cada cual más repulsiva. Cientos de millones de orejas sucias, miles de millones de pelos en la nariz, cientos de miles de millones de granos. Y nunca iguales. Todos sorprendentes en su horror, en su realidad brutal.

Siento vértigo. He visto caras horrorosas, y encima me han mirado, con sus ojitos llorosos y su mirada de pena; pero eso no significa nada. Hay miles de millones de caras en el mundo; tantas, que sería imposible verlas en una vida.

Es como si fueran infinitas. Por eso no me atrevo a moverme de aquí. No puedo salir de estas tres putas paredes de cristal.

No existe un límite en el horizonte del pánico. Fernando C., hasta ahora una de las personas a las que yo consideraba más repugnantes y odiosas, con sus labios gorditos, su mirada esquiva y su cara de pene –su cara me recuerda a un pene-, ya no es nadie desde esta nueva perspectiva; existen millones de caras más horribles que la de Fernando C. esperándonos a la vuelta de la esquina, con la sonrisilla más puñetera, la nariz más afilada o con el corte de pelo más baboso.

Estamos en manos de una combinatoria infernal.

Me queda poca batería. Tres barritas. Me quedan tres barritas de batería y tengo que contarlo todo. No basta una confesión apresurada. Dios, no puedo ni sentarme. No puedo, es demasiado doloroso. .. Estoy dando vueltas con el ordenador en las manos, no puedo sentarme... Tengo que explicar toda esta mierda, tengo que hacer comprender a la gente quién soy, cuáles son los motivos que me han arrastrado a esta situación; sacar fuera lo que me quema la cabeza, antes de que pierda totalmente el control, antes de que todo se acabe, antes de que la policía me encuentre en esta ridícula parada de autobús.

Las ideas se amontonan y soy incapaz de ordenarlas. Así es mejor. Pelearán entre sí intentando escapar de mi cerebro como las ratas en un naufragio. Sólo sobrevivirán las mejores, las más astutas y desalmadas, las crueles, las verdaderas.

Es necesario aclarar la trascendencia de conceptos tales como el ‘ascopena’ y la ‘emoción’, sentimientos contradictorios que conviven en mi cerebro. Tengo que hablar de mi abuela y de la crítica de mi último libro. Por qué estoy en paro y cuál es la auténtica historia del ‘hombre-rata’. Tengo que hablar de Horkheimer y las pulgas, de Pirandello y el caballito, de las fiestas de mi pueblo.

Tengo que contar cómo conocí a mis amigos Apocalipsis y Carmen Miranda, acentuar el peligro de las cucarachas y advertir a la humanidad sobre la supervivencia del anciono salvaje Ligeti. Quiero que entiendas, amigo lector, por qué terminé en la cárcel y quién me sacó de ella. Dios, no puedo dejar de hablar del miedo que tengo a los demás, sobre todo a las señoras, por qué tomé la decisión de matar de Marcuse y la asombrosa relevancia filosófica de los Cuatro Fantásticos.

Es primordial reproducir el primer atentado de mi grupo terrorista. Gracias a él mi organismo comenzó su mutación hacia niveles superiores de percepción. Galactus me dio el poder y me privó de él bruscamente...

Conoceréis a Rufino y su opuesto metafísico, La Varillas. Demostraré la existencia de los Flag Golosina y las razones que me llevaron a soportar al insoportable de Intxáustegi.

Usted, lector, comprenderá por qué los Picapiedra son algo más siniestro que un mero dibujo animado y descubrirá que para mí un trapo ardiendo simboliza una señal divina. Hablaré de mi primer amor y cómo reparé posteriormente en que no era el primero. Y lo más difícil: conocerá el secreto de la existencia, el motor de todos los males.

Escribo en presente porque todo está ocurriendo otra vez, todo sucede delante de mis ojos de nuevo, limpio y brillante, a todo color. A través de la pantalla de cuarzo líquido se distinguen los lugares, las cosas, las personas.

Conocer es recordar, es algo que los griegos tenían claro: no hay nada nuevo, todo es como una reposición, una gigantesca reposición televisiva programada para una entidad metafísica ininteligible, cuarentona y aburrida, sedienta de nostalgia.
Dolordebarriga escribió:Mayhem, te nombro phorero del año

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mayhem
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Mensaje por mayhem »

CAPÍTULO 2
PORQUE JUANITA ES SANTA Y SANTA ES JUANITA


Cuando uno está con la mierda hasta el cuello, ya sólo le queda cantar.
BECKETT


Hannibal Lecter, el protagonista de El Silencio de los corderos, participaba de la misma inquietud hacia los rostros de la gente. Lo que pasa es que cuando se encontraba con alguien que le daba mal rollo le comía la cara a mordiscos. Lecter es un tipo inteligente, culto, delicado en sus maneras; su mente trabaja incansable las veinticuatro horas del día resolviendo enigmas inextricables; no es justo que pierda un solo minuto de su vida soportando la presión que ejercen todos esos rostros húmedos que nos observan impunemente, y es lógico que quiera liberarse de alguna manera. Comerse la cara de la gente tiene que aliviar bastante. Lo bueno es que comiéndote la cara de Fernando C. no solamente sientes un gran alivio sino que además evitas de una vez por todas que exhiba de una manera tan vergonzosa su rostro bochornoso.

Hannibal Lecter, bien.

Sin embargo, Jodie Foster me pone malo, con su carita de niña esforzada y estudiosa. Jodie Foster es esa clase de tías desagradables que no se comen un rosco y deciden ir de inteligentes para disimular un poco, como Barbra Streisand o Diane Keaton. Suelen tener pelo lacio y les molan las gafas y las faldas largas de pana. No comprendo el interés que puede tener Lecter en descubrir qué oculta el pasado de Jodie Foster, porque todos sabemos que es un pasado mediocre y ñoño. Lo peor del Silencio de los corderos es el puto silencio de los corderos.

¿A quién coño le importa si los corderos están en silencio o están armando un follón impresionante? La historia de los corderos es de un blando y de un aburrido que jamás podría interesar a una persona tan exquisita como
Lecter.

Lecter debería haberse comido la cara de Jodie Foster en cuanto hubiera tenido oportunidad, y después escupirla sobre la cámara.

Creo que tengo que definir ascopena, un concepto fundamental para comprender la realidad. Yo creo que hay cosas y personas, y programas de televisión, que dan ascopena.

Ascopena es asco, repugnancia mezclada con pena, compasión, con la tristeza de saber que eso que tienes delante existe y que tú no puedes hacer nada para remediarlo, o no te apetece hacer nada por remediarlo. Algunos sienten miedo y asco. Yo siento asco y pena.

Lo peor de los malos sentimientos es que son mucho más reales que los buenos. El amor es algo confuso, inaprensible. Durante siglos, escritores, poetas, incluso filósofos de gran talla intelectual, han intentado definirlo con un éxito bastante relativo. Por el contrario el odio es algo tan claro que no es necesario explicarlo, se presenta en nuestra mente sin dificultad.

A mí me da asco el fútbol. Odio el sonido y el color del fútbol. Esa tonadilla odiosa del comentarista, ese ronroneo absurdo de nombres, el tono de voz que va ascendiendo paulatinamente conforme se acercan los jugadores a la portería, el grito final, tan estúpido y molesto... Notar, a través de las ventanas, que toda la ciudad grita junto al televisor, como si se tratase de un ritual primigenio incomprensible... Odio el color de la pantalla, toda verde, con unos puntitos de colores moviéndose de un lado a otro. Odio entrar en un bar y ver que está lleno a rebosar y que todos están mirando absortos un punto fijo en el techo, y descubrir el horroroso partido... Odio los puros, el Magno, odio esos viejos de narices llenas de venas y dedos amarillos.

Pero ascopena es otra cosa. Es mucho más sutil, un sentimiento más pegajoso y terrible. El odio es ganas de exterminar, de arrasar, de aniquilar algo que no debería existir. El sujeto se separa del objeto odiado de una
manera radical. Pero al sentir ascopena nos vemos implicados con el objeto, como si nuestro sentimiento, al alcanzar lo otro – lo absolutamente otro -, chocase con él nos salpicase, manchándonos de horror.

Investiga, lector, en lo más oscuro de tu interior. Analiza tu alma, esa muda limpia que te dio tu madre y que tú, de tanto usarla, has llenado de lamparones. Piensa en lo que te da miedo, en lo que te quita el sueño. Nunca se trata de algo ajeno; normalmente te acobarda lo que, fuera de ti mismo, te pertenece. No hay nada peor que verse desde fuera, descubrirse en los demás, ver tu mierda proyectada en otros. El enemigo real es ese tipo que se parece a ti, que peca de tus mismos errores, distorsionados por la distancia, aumentados grotescamente como en un espejo de feria. Por eso le odias, porque en lo más hondo de tu ropa interior la mancha crece de igual manera. ¿Cómo se atreve a exhibir descaradamente eso que tú ocultas avergonzado desde hace años?

Mucha gente me da ascopena. Un vendedor de Kleenex, por ejemplo. Nos encontramos en un semáforo, confiando en que el disco verde se ilumine lo más rápidamente posible. De pronto surge de la nada un tipo sucio con pinta de yonqui. Lleva chándal, la prenda oficial de los yonquis, de los modernos, de los deportistas, de las personas desesperadas. Si se trata de un yonqui portará indefectiblemente un bollo de mantequilla o un batido de chocolate. Es posible que nos amenace con una jeringuilla, o algo peor. Tienes miedo. Tienes miedo porque ese canalla que se acerca no huele bien, no le conoces de los anuncios ni de las revistas. Ni siquiera tiene vehículo, como tú. Subimos los cristales del coche, histéricos, por si acaso. Habla con el de delante mostrando unos paquetillos ridículos. Se trata de kleenex. No hay manera de impedir que se acerque, a no ser que le atropellemos –durante unos segundos lo pensamos seriamente -. El tipo de delante – más allá del bien y del mal – le rechaza con coraje. El ser se dirige hacia nosotros. Observamos su rostro – un nuevo rostro lleno de matices – y nos desagrada tanto que apartamos la mirada.

La mirada es la clave. Si los miras – al del kleenex, al pobre de la cajita de cartón, al jipi de la flauta – estás perdido, porque has reconocido su existencia. Os miro porque estáis ahí. No sois fondo, un fondo amorfo, sin precisar; sois formas, sois algo concreto que yo miro, y con mi mirada os doy vida. Atención: sólo precisan esa fracción de segundo en la que tu mirada choca con la suya para inocularte su veneno, y ya no puedes escapar. Nos quedamos paralizados.

El individuo mueve los paquetes de kleenex delante de tus ojos. Sólo quiere venderlos, nada más. Por lo menos no te pide dinero por la cara, como hay muchos. Un instante antes nuestro corazón albergaba miedo y asco; ahora se ha ensuciado de algo mucho peor: compasión. Abres la ventanilla y le entregas veinte duros. Durante una fracción de segundo tocamos la palma de la mano – llena de virus -. Casi nos da una arcada; nos contenemos y volvemos a subir la ventanilla. El ser murmura algo que entendemos como muchas gracias.

El peligro ya ha pasado, pero algo no marcha bien. Con los kleenex en la mano, sentimos en nuestro interior que la larva del ascopena se agita violentamente, comiéndonos las entrañas.

El otro día me contaron un chiste muy bueno. Llega la niña y le dice a su madre: “¡Mamá, mamá, mira qué bien bailo sevillanas!”. Y la madre le dice: “Muy bien, hija, pero bájate la falda que se te ve la silla de ruedas”. Podría ser un spot de veinte segundos magnífico para emitir por televisión, mezclado entre los anuncios. Tendría que estar iluminado y decorado igual que un anuncio de detergente, tipo Vip-Express. Así, el pellizco de dolor moral que provoca pillaría a la audiencia totalmente desprevenida.

Me gustan los anuncios de detergentes, sobre todo los de los dos payasos. Para comprobar lo bien que se conservan los colores con el detergente X –no recuerdo su nombre – meten a dos payasos en la lavadora. Los payasos dan vueltas y vueltas. Al final los sacan, y uno de ellos, triste y alicaído, ha perdido los colores de su traje chillón. El otro, contento, brinca y baila porque está limpio y radiante, como nuevo. Dios mío, ¿nadie ha pensado que tras esos payasos hay dos personas que existen? ¿Serán conscientes de cómo se ganan la vida?

¿Será alguno de ellos Fernando C.?

Yo quería mucho a mi abuela. Tenía falta de riego y vivía sola en su casa, porque mi madre no quería llevarla a un geriátrico. Durante unos años yo le llevaba la comida caliente a su casa, como Caperucita Roja. Normalmente se trataba de porrusalda en un tarro de cristal, pan y unas naranjas, o mandarinas. Era horrible notar la bolsa de plástico caliente y grasienta rozándome la pierna. Mi abuela tenía la costumbre de organizar unos buenos incendios intentando encender una cocina antigua, de esas de carbón, que no funcionaba. De vez en cuando me encontraba con una humareda demencial que surgía de la ventana y abajo, en la calle, todos los vecinos alucinando: mi abuela había intentado encender de nuevo la cocina económica. Al pasar por el portal oía a las señoras cuchichear: “Ése es uno de los nietos...”, y me miraban mientras subía.

De buena gana les hubiera estrellado el tarro de porrusalda en la cara.

La casa no tenía luz. No recuerdo la razón. El caso es que resultaba considerablemente terrorífico andar por allí. Mi abuelo era anticuario, por lo que la decoración – reliquias de santos, imágenes, cuadros extraños, mogollón de polvo – vestía la secuencia de un auténtico clima gótico. Todo esto en el centro de la villa, a la hora comer. Por los negros pasillos de la casa andaba mi abuela, completamente desnuda, cubierta con una bata que
arrastraba tranquilamente, tipo capa. Su pelo largo y blanco le cubría la espalda. Yo le llevaba la comida a la cocina, intentando respirar como podía en medio del humo. Mi abuela había convertido su dormitorio en almacén de madera. Las cajas de fruta, apiladas, llegaban hasta el techo. Todavía se distinguían un piano destrozado y la cama de hierro, antiquísima. En la cocina, la cantidad de mierda que se había acumulado era descomunal. Las baldosas tenían color marrón y la pared estaba totalmente ennegrecida gracias a la acción de las llamas. Dejaba la comida encima de la mesa, y mi abuela se sentaba a comer.

Entre el humo y el fuerte olor a madera quemaba la oía susurrar: ‘Porque Juanita es santa, y santa es Juanita’. Cuando perdía el juicio solía cantar esa extraña cancioncilla que, como en el fútbol, iba subiendo de tono paulatinamente, hasta que rompía a llorar y gritar diciendo que ella era santa, pero en tercera persona.
Dolordebarriga escribió:Mayhem, te nombro phorero del año

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dunker
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Re: Payasos en la lavadora

Mensaje por dunker »

Lo estoy leyendo ahora (el libro completo) y, en 50 páginas, me he reído mucho más que con Sin noticias de Gurb.

El protagonista tiene un tufillo muy familiar al de "Filosofía a mano armada". Y tú más que nadie, mayhem, deberías haberlo notado.

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mayhem
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Re: Payasos en la lavadora

Mensaje por mayhem »

No conozco muy bien ninguna cronología, ni siquiera la mía, pero diría que leí antes éste que el de Fischer. Aunque, sí, es evidente, así como que ambos protagonistas tienen un algo (más evolucionado, más desquicidado) de Ignatius.

Y sí que es la puta risión, sí. Me partía de risa yo solo en el metro y la gente me miraba con caras que eran una mezcla de "está tarado" y "qué envidia, qué estará leyendo? Yo aquí con mi mierda de Pilares de la tierra..."

Disfruta la lectura, Dunker.

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