La cocina
Publicado: 30 Dic 2003 13:06
Tu mano no tembló al encender el fuego, por lo que supe que eras valiente. Pusiste la cazuela al fuego y echaste dorado aceite en abundancia, por lo que supe que eras generosa.
Entonces el aceite se calentó poco a poco, hasta llegar al punto en que se vuelve lo más líquido posible, pero sin llegar a quemarse y a desprender humo.
Entonces cogiste la bolsa de harina y fuiste echando delicadas nubes encima del aceite, que la recibía haciéndola burbujear, y entendí que podías ser tierna, hasta que poco a poco se fue espesando. Entonces empezaste a revolver, eliminando todo resto de grumo, y entendí que serías inflexible y terca en todo aquello que no consideraras correcto.
Y luego, en aquella bola perfecta de color hueso, empezaste a echar la blanca leche con mucho cuidado, y poco a poco, un pequeño milagro para mis ojos herejes que nunca habían visto aquel proceso, aquello se fue convirtiendo en una bechamel.
Me miraste brevemente a los ojos, y un ligero color, que no era debido al calor de la cazuela, cubrió tus mejillas. Quizá por ello no te diste cuenta y echaste demasiada leche, de manera que la harina ya no tenía fuerza para darle consistencia. Entonces vi que eras una mujer de recursos, porque te acercaste a la nevera y sacaste un plato con queso finamente rallado. Y descubrí la sensualidad en tu rostro al verte añadir el queso, que se fundía al contacto de tu bechamel, dejando unos pequeños rastros de fuego amarillo. Movías suavemente tu mano, revolviendo, con los labios un poco entreabiertos, mientras llegabas al punto justo de consistencia echando pequeños puñados de queso.
Y luego echaste sal, y revolviste. Y luego el olor de la nuez moscada recién rallada inundó la cocina, y le dio el toque justo de color y sabor a la mezcla. Y apagaste el fuego y me miraste. Y yo me supe completamente enamorado de ti. Enamorado por una bechamel.
Entonces el aceite se calentó poco a poco, hasta llegar al punto en que se vuelve lo más líquido posible, pero sin llegar a quemarse y a desprender humo.
Entonces cogiste la bolsa de harina y fuiste echando delicadas nubes encima del aceite, que la recibía haciéndola burbujear, y entendí que podías ser tierna, hasta que poco a poco se fue espesando. Entonces empezaste a revolver, eliminando todo resto de grumo, y entendí que serías inflexible y terca en todo aquello que no consideraras correcto.
Y luego, en aquella bola perfecta de color hueso, empezaste a echar la blanca leche con mucho cuidado, y poco a poco, un pequeño milagro para mis ojos herejes que nunca habían visto aquel proceso, aquello se fue convirtiendo en una bechamel.
Me miraste brevemente a los ojos, y un ligero color, que no era debido al calor de la cazuela, cubrió tus mejillas. Quizá por ello no te diste cuenta y echaste demasiada leche, de manera que la harina ya no tenía fuerza para darle consistencia. Entonces vi que eras una mujer de recursos, porque te acercaste a la nevera y sacaste un plato con queso finamente rallado. Y descubrí la sensualidad en tu rostro al verte añadir el queso, que se fundía al contacto de tu bechamel, dejando unos pequeños rastros de fuego amarillo. Movías suavemente tu mano, revolviendo, con los labios un poco entreabiertos, mientras llegabas al punto justo de consistencia echando pequeños puñados de queso.
Y luego echaste sal, y revolviste. Y luego el olor de la nuez moscada recién rallada inundó la cocina, y le dio el toque justo de color y sabor a la mezcla. Y apagaste el fuego y me miraste. Y yo me supe completamente enamorado de ti. Enamorado por una bechamel.