Shiz escribió:Ah, mira qué bien. Yo sólo he leído la de Francisco García Tortosa y Mª Luisa Venegas Lagüéns para Cátedra; me he molestado en informarme antes de responder a Mclaud porque como tú, no tenía idea de la calidad del resto de traducciones. Pues bien, sin duda, le da hasta en el DNI a Jose Mª Valverde.
Te puedo conceder el empate, hasta que uno de los dos tenga los redaños suficientes como para leerse otra vez el "Ulises" pero en otra traducción.
Me vas a pegar o qué.
Esto va a sonar a psicópata peligroso, pero la verdad es la verdad: me pongo muy cachondo con la escena en que James Gandolfini le pega una paliza a Patricia Arquette en "Amor a quemarropa" (el título le va que ni pintado a la escenita, desde luego).
Así que ojito con lo que dices de Thomas Mann.
Qué gilipollez. Quiero decir, ¿es necesario que tras la lectura de un libro tengas que salir corriendo hacia el rinconcito de pensar para considerar que no está sobrevalorado? Y volvemos a lo mismo: ni he dicho que sea una obra maestra ni mucho menos que no haya libros mejores en su género; me limito a recomendar su lectura porque considero que vale la pena perder tres días aunque sólo sea por conocer a Ignatius.
No digo que no merezca la pena leerlo, ya he dicho que es entretenido. Pero sí, está sobrevalorado. Es un libro entretenido, pero ¿qué más es? La gente va hablando de él por ahí como si fuese el Quijote.
Y sí, un libro debería hacerte pensar lo cual no implica necesariamente que haya de hacerte pensar en algo "intelectual". Ya he nombrado a Guillermo Brown: esos libros te hacen pensar, aunque sólo sea el preguntarte cómo alguien (especialmente ¡¡una mujer de la era victoriana!!) puede capturar el mundo infantil masculino con semejante agudeza y precisión. Y te hace pensar sobre ese mundo y lo que significa, sin ser libros de gran calidad literaria. Ignatius Reilly es un personaje gracioso, pero Guillermo Brown además de (mucho más) gracioso es un arquetipo universal. De lo primero te ríes y te olvidas. De lo segundo te ríes y no te olvidas jamás, porque quien más y quien menos o ha llevado a Guillermo dentro o ha conocido a alguien que lo lleva.
Ahora te pego unos fragmentos que tengo guardados para los días de bajón y dime cómo coño podría Ignatius Reilly competir con esto (curioso uso de las comillas, que son para marcar cuando dice algo con énfasis):
Guillermo, Douglas, Enrique y Pelirrojo regresaban juntos del colegio. Reinaba gran excitación en el pueblo. Una Sociedad Arqueológica estaba haciendo excavaciones en el valle y había descubierto restos de una antigua quinta romana.
-Y están encontrando pedazos de cacharro y cosas por el estilo -dijo Enrique.
-De poco sirven si están rotos -murmuró Guillermo.
-Sí; pero apuesto a que los vuelven a pegar con cola.
-A los cacharros, cuando están pegados con cola, se les cae el agua -dijo Guillermo, con infinito sarcasmo-. Lo sé porque lo he probado. Sea como fuere, no veo yo de qué sirve encontrar cacharros rotos. Yo podría darles la mar de cacharros rotos, que sacaría de la basura, si eso es todo lo que quieren. Nuestra criada siempre está rompiendo cacharros. Ésa sí que hubiera resultado una romana antigua excelente. A mí me parece que los romanos no deben de haber sido gran cosa, a pesar del bombo que se les da, cuando se pasaron la vida rompiendo cacharros.
-No se pasaron la vida rompiendo cacharros -exclamó Enrique, exasperado-. Los cacharros sólo se rompieron al ser enterrados.
-Bueno -contestó Guillermo con voz de triunfo-. ¡Mira que enterrar cacharros!... Casi es tan estúpido como romperlos. Eso de que una raza de hombres, como dicen que eran los antiguos romanos, se pasara la vida enterrando cacharros... Siempre me ha parecido que había algo raro en eso de los romanos... y luego nos dicen que los consideremos grandes cuando lo único que han hecho es enterrar pedazos de cacharro... A mí no me han gustado nunca, prefiero un pirata o un piel roja.
-Bueno, pues están encontrando dinero también -dijo Enrique, defendiendo con firmeza la fama de la raza desaparecida.
-¿Dinero de verdad? -inquirió Guillermo, con interés-. ¿Dinero que puede uno gastar?
-No -contestó Enrique, irritado-; dinero romano, naturalmente... Lo están encontrando por todas partes.
-¡Hay que ver! -exclamó Guillermo, con desdén-. ¡Romper cacharros y tirar por todas partes dinero que nadie puede gastar!
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-He pedido hora para que vayas esta tarde al dentista, Guillermo -dijo la señora Brown-, y Ethel va a ser tan amable de acompañarte.
-¿”Yo”? ¿Al “dentista”? Si no tengo dolor de muelas ni nada.
La señora Brown suspiró. Cada vez tenían la misma discusión.
-No, querido, pero es muy importante que te examinen la boca dos veces al año. Ya sabes que siempre lo haces. Y ya han pasado más de seis meses desde que fuiste por última vez.
Guillermo se estremeció al recordarlo:
-Sí -replicó-, y entonces no tenía nada en los dientes. No tenía dolor de muelas ni nada y me torturaron casi hasta matarme. Aún me duele cuando lo recuerdo.
-Entonces debías tener algo mal, querido.
-No, nada -insistió Guillermo con calor-. Ese es el caso. Si tuviera que ir a verle porque me dolieran las muelas tendría sentido. Entonces soportaría que me torturasen, pero mis dientes están completamente bien. Bueno, míralos -abrió la boca con gesto feroz-. Y sin embargo tengo que ser torturado como hacían en la Historia por nada.
-No seas tonto, Guillermo -dijo la señora brown-. debías tener algo o no te hubiera hecho nada.
-¿Ah, sí? -exclamó Guillermo-. Son mis dientes y no los suyos, ¿no? Yo sé perfectamente si les ocurre algo. Y no les ocurre “nada”. Él es una de esas personas que debieran estar en la cárcel por torturar a la gente. Esa Sociedad Contra la Crueldad Hacia los Niños se mete en los almacenes y demás y deja que los dentistas torturen a los niños sin intentar siquiera impedírselo. Les escribí sobre esto la última vez, pero no me contestaron -viendo que su madre permanecía inconmovible ante este aspecto de la cuestión se apresuró a recurrir a otro-. Es en mis dientes en lo que estoy pensando -dijo-. No me importa un poco de daño, pero si continúa una vez y otra vez tocándolos y hurgándolos cuando no tienen nada, cuando sea mayor no me quedará ninguno, y entonces me moriré de hambre. No es bueno que les estén tocando las raíces. En eso son igual que las plantas. Se mueren si se tocan las raíces. Los míos están muy bien si se les deja en paz. Algunos dientes “están” perfectamente si se les deja en paz, y los míos son de esos. Bueno, fíjate en las cacerolas y... y en las jarras para la leche y cosas así. Tú no las “llevas” a reparar antes de que se rompan, ¿no? Es lo mismo que llevar los zapatos y las botas a remendar antes de que se gasten. Es un gasto “de dinero” inútil. Yo quiero “conservar” mis dientes. No quiero que les toquen las raíces una vez y otra hasta que se mueran y no pueda comer ni hablar ni nada...
Pero era evidente que su madre ya no le escuchaba. Se había ido a sentar ante su escritorio y estaba haciendo la cuenta de la compra. había aprendido, por fuerza, el arte de dejar la voz de Guillermo fuera de su consciente, igual que algunas personas aprenden el arte de ignorar la radio. De otro modo nunca hubiera podido hacer nada. Terminó las cuentas y fue a hablar con la cocinera. Guillermo la siguió.
-Los animales salvajes no van al dentista -le dijo.
-¿Qué, querido? -exclamó la señora Brown interrumpiendo su conversación con la cocinera-. No, claro que los animales salvajes no van al dentista. No digas tonterías.
-Ojalá fuese uno. De todas formas mis dientes son tan buenos como los de los animales salvajes, de manera que ¿por qué me los han de estropear los dentistas si no se los estropean a los animales salvajes? -se le ocurrió otra idea-. Me gustaría que ellos “tuvieran” que ir al dentista. Quisiera que “él” le arrancara una muela a un león. Apuesto a que no soportaría lo que yo tengo que soportar. Apuesto a que saltaría sobre él en cuanto le aplicase el torno, y yo no le ayudaría aunque estuviera allí -se entusiasmó con el tema-. Yo creo que todo dentista tendría que arreglar la boca a un animal salvaje por obligación, sólo como penitencia por torturar a la gente. Apuesto a que después de esto no iban a quedar muchos, y la verdad yo no lo sentiría. No sé por qué empezó a visitarles nadie. Apuesto a que cuando los torturadores de la Torre y demás fueron despedidos, los torturadores se hicieron dentistas, y a puesto a que todas esas piquetas y cosas que utilizan, son los instrumentos de tortura que sacaron de las cámaras de tortura -sin dejar de hablar, siguió a su madre de nuevo hasta el comedor-. Si yo fuera Primer Ministro lo primero que haría, sería publicar una orden para acabar con los dentistas. Los dientes de la gente estarían perfectamente si no fuera porque los dentistas los tocan y escarban sus raíces. Apuesto a que si todos los dentistas tuvieran que cerrar por real orden, nadie volvería a tener dolor de muelas.
La señora Brown, que había llevado su cesta de labor para coser junto al fuego, levantó los ojos como si le extrañase verle todavía allí.
-¿No sería mejor que salieras, querido? -le sugirió-. Hace una mañana espléndida.
-¡Um! -exclamó Guillermo con amargura-. Hace una mañana espléndida para la gente que no está siendo torturada hasta la muerte.
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-Guillermo, haz el favor de subir.
La señora Brown se hallaba en cama con jaqueca... una de esas terribles jaquecas que de vez en cuando, muy de tarde en tarde, la postraban en el lecho. Guillermo subió la escalera asumiendo la expresión lúgubre que él consideraba adecuada para la habitación de un enfermo. Abrió la puerta y de puntillas fue hasta la cama donde la señora Brown estaba tendida con los ojos cerrados.
-Di, mamá -le dijo en un susurro sepulcral.
-Quiero que me hagas un favor, querido. (...) No he comprado el regalo de cumpleaños de tía Luisa. Lo olvidé por completo hasta este momento. Me pregunto si tú quisieras ir a Hadley para traérmelo y así podría echarlo al correo esta noche. ¿Querrás? (...)
-Sí -repuso con su sibilante susurro para enfermos.
(...)
Pero Guillermo, a pesar de sus muchos defectos, tenía un corazón tierno y siempre le trastornaba ver a su madre en cama, ella que por lo general era tan activa y animada.
-(...) ¿Quieres que te traiga algo para ti de Hadley, mamá?
-No, gracias, querido.
-¿Un bollo relleno de crema?
Una mueca de angustia alteró las facciones de la señora Brown.
-No, gracias, querido.
-¿Un sorbete?
-No, gracias -dijo la señora Brown con desmayo-. Coge el dinero ya, querido, y ve lo más deprisa que puedas.
Guillermo fue de puntillas hasta el tocador, pero aun así sus pisadas eran siempre de elefante. Tropezó con una silla, y tiró una botella de loción capilar que había encima del tocador antes de encontrar el bolso. (...) Se dirigió a la puerta caminando todavía de puntillas.
-No la cierres de golpe, querido -le suplicó la señora Brown con voz débil.
Guillermo dedicó toda su atención a no cerrar la puerta de golpe, y la fue cerrando con tanta lentitud que los nervios de su madre estaban ya a punto de estallar cuando alcanzó por fin su propósito. El efecto fu compensado por el estrépito que armó al resbalar en el primer escalón y bajar rodando toda la escalera. Y su voz elevada al máximo, en su acalorado afán de justificarse ante la doncella que salió indignada de la cocina para decirle que por qué armaba tanto ruido estando su madre enferma.
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Era una tarde muy hermosa –una de esas tardes en que a uno le parece (a los proscritos desde luego les parecía)- una ingratitud pasársela encerrado entre cuatro paredes. El sol brillaba y los pájaros cantaban invitadores.
-“Jometría” -dijo Guillermo con desdeñoso énfasis. Y repitió amargamente-: “¡Jometría!”
-Peor pudiera ser -dijo Douglas-; pudiera ser latín.
-Mejor podría ser –dijo Enrique-; podría ser cantar.
A los Proscritos les gustaba la clase de canto, no porque fueran musicales, sino porque no requerían esfuerzo mental alguno y porque el profesor de canto no sabía imponer disciplina.
-Pudiera ser algo mejor aún –observó Pelirrojo-; pudiera no ser nada.
Los Proscritos aflojaron el paso, ya flojo de por sí, y su mirada erró con nostalgia hacia esas cimas, pobladas de pinos, que tan invitadoras se veían en la lejanía.
-El ir a la escuela por la tarde es una “equivocación” -dijo Guillermo de pronto-. Malo es ir por la mañana, pero por la “tarde”....
(...)
Guillermo exhaló un profundo suspiro.
-Me pone “furioso” -dijo- eso de que los mineros tengan sindicatos y huelgas y cosas para o tener que trabajar demasiado y que nosotros tengamos que seguir y seguir trabajando hasta agotarnos. Cualquiera diría que el Parlamento se encargaría de poner fin a todo eso. los periódicos no hacen más que hablar de que la gente necesita aire fresco y luego, en lugar de dejarle a uno que lo tome, lo encierran a uno en el colegio todo el día, mañana y tarde, hasta... hasta que queda uno totalmente agotado.
-Sí -contestó Pelirrojo, completamente de acuerdo-; yo creo que debería existir una ley que prohibiese ir a la escuela por la tarde. Creo que estaríamos mucho más sanos si alguien hiciese una ley acabando con eso de ir a la escuela por la tarde para que pudiéramos tomar el aire. Yo creo que es nuestro deber procurar conseguir un poco de aire fresco para estar sanos y ahorrar así a nuestros padres el que tengan que pagar cuentas de médico.
Pelirrojo hizo caso omiso del hecho de que, hasta aquel momento, nadie había tenido que pagar ninguna cuenta de médico por él, ya que en su vida había estado enfermo.
(...)
Trasladaron la vista hacia las soleadas colinas, los bosques y los prados que rodeaban el colegio. Por fin habló Guillermo:
-Parece absurdo entrar -dijo, lentamente.
Y Pelirrojo, con virtuosa unción, aseguró:
-Parece “mal” ir, cuando, en realidad, creemos que no debemos entrar. Siempre nos están diciendo que no hagamos las cosas que nuestra conciencia dice que no hagamos. Bueno, pues mi conciencia me dice que no vaya al colegio estar tarde. Mi conciencia me dice que es mi “deber” salir a respirar el aire fresco y ponerme sano. Mi conciencia...
Douglas le interrumpió, sombrío:
-Está muy bien eso de hablar así. Demasiado sabes lo que nos pasará mañana por la mañana. (...)
-Bueno, pues no iremos mañana tampoco -dijo Guillermo- Estoy harto ya de perder el tiempo dentro de una clase cuando podría estar fuera tomando el fresco. Seamos proscritos, seamos proscritos “de verdad”. Vayámonos a un bosque donde nadie pueda encontrarnos y vivamos de moras, raíces y cosas y, si salen a buscarnos, nos subiremos a los árboles y nos esconderemos o huiremos, o tiraremos contra ellos con arcos y flechas, Vayámonos a vivir toda la vida como proscritos.
...y la gente habla más de "La conjura de los necios" que de Guillermo Brown. Conclusión: "La conjura de los necios" está sobrevalorado.
Sí, he hecho trampas, pero...